lunes, 31 de agosto de 2015

UN CAMINO DE DOBLE MANO

Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. Juan 15.4–5

Ni bien la rama es quitada de la planta, se seca y muere. No puede subsistir por si sola, y mucho menos podrá llevar fruto. Todos los elementos que necesita para la vida están en la vid. No puede almacenarlos, ni tampoco desarrollar la capacidad de eventualmente proveer para sus propias necesidades. Su única esperanza es la de nutrirse de la vid, y para eso debe permanecer en ella.
Cristo llamó a los discípulos a permanecer en él, porque sin él no podían hacer nada. Es importante que notemos lo categórico de esta frase. No es que, separados de él, las cosas van a ser más difíciles, o que los logros serán insignificantes. Cristo les dijo que no habría una sola cosa que podrían realizar si no estaban unidos a él.

¿Qué significa, entonces, este «permanecer» en él? La rama tiene una relación continua con la planta. No se encuentra con la vid una vez por día, o dos veces por semana. Se nutre de la vid en todo momento. De manera que «permanecer», en su sentido más sencillo, implica abrirse a cada paso a la vida que Cristo quiere producir en nosotros. Es poner toda la atención y el enfoque en él, buscando que él sea el todo de nuestra existencia.

Cristo, sin embargo, añadió otra condición para dar fruto. Le señaló a los discípulos que también era necesario que él permaneciera en ellos. En esto vemos claramente que la relación no depende enteramente de nosotros. Muchas veces, con nuestra lista de actividades que intentan cultivar una vida espiritual, creemos que estamos permaneciendo en él. Mas Cristo dijo que todo esto tendría poco valor si él no permanecía en nosotros.

¿Y cómo permanece él en nosotros? Él les dijo «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros» (Jn 15.7), dando a entender que se trataba no solamente de buscarlo, sino de prestar atención a lo que él quería decirnos. En el caso de que siguieran sin entender, añadió: «si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15.10). Es decir, toda nuestra devoción, nuestra alabanza y nuestras oraciones, no tienen sentido si no están acompañadas de una vida de obediencia a él. Es en el cumplimiento de sus mandamientos que nos aseguramos que él tiene participación en nuestras vidas, y no solamente nosotros en la de él.

Debe quedar claro, entonces, que esta vida a la que hemos sido llamados no podrá prosperar si insistimos en ser nosotros los que la dirigimos. No se nos ha pedido que nos esforcemos por buscarlo, sino que dejemos que él dirija nuestra vida. Esto implica que nuestras actividades no son tan importantes como las actividades que él realiza en nosotros.

Para pensar:

«El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14.21)

viernes, 28 de agosto de 2015

LA SAL DE LA TIERRA

Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres. Mateo 5.13

Jesús, al igual que en otras ocasiones, escogió un elemento común en la vida de los israelitas para ilustrar la influencia que debe ejercer un discípulo en el mundo. La sal tenía, en la antigua Palestina, dos funciones principales. Se la usaba para darle gusto a la comida y como medio para preservar de la descomposición a la carne. También estaba incluida en algunas de las ceremonias religiosas en el templo, atribuyéndole un significado purificador. La sal que usaban los israelitas provenía de las orillas del Mar Muerto. Por estar mezclada con otros minerales, no contenía la misma pureza que otras sales, pero era fácilmente accesible.

Cristo comparó la función de los discípulos en el mundo con el uso de la sal. En primer lugar, debemos notar que la sal es enteramente diferente a la comida y mantiene su sabor distintivo al ponerla en los alimentos. No adquiere el sabor de la comida a la cual se la agrega, sino que la comida queda saborizada por la presencia de la sal. De la misma manera, un discípulo de Cristo debe poseer una vida distintiva, diferente a la de las personas a su alrededor. Cuando participa de actividades y eventos que le llevan a tener contacto con la gente del mundo, el discípulo debe claramente contagiar a otros sus principios y conductas. De ningún modo debe el discípulo adquirir el «sabor» del mundo.
En segundo lugar, la influencia de la sal en la comida se da simplemente por su presencia en ella. Cuando la sal es mezclada con los alimentos, no reacciona de manera particular para producir el sabor salado. El sabor se debe al hecho de que está presente en la comida. Del mismo modo, un discípulo no se dedica a realizar actividades especiales para «salar» a los de su alrededor. La acción de salar no se programa, sino que es el resultado de un estilo de vida cuya acción es permanente, pero no deliberada.

En tercer lugar, debemos notar que la sal es más efectiva cuando se la pone en la medida justa. Si se echa demasiada sal en la comida no se la podrá comer. De la misma manera la presencia del discípulo en el mundo es más efectiva cuando su testimonio se produce en forma natural y espontánea, como parte de su experiencia cotidiana. Ciertos sectores de la iglesia se han dedicado a instar a sus miembros a una actitud de permanentes prédicas de condenación hacia los que no están en Cristo. En la mayoría de los casos, solamente consiguen poner a las personas en contra del evangelio.

Por último, la sal se utilizaba para evitar el proceso de descomposición de la comida, especialmente la carne. La presencia de la iglesia en la sociedad debe ser un factor que preserva al hombre de la podredumbre natural que produce el pecado. Donde están los hijos de Dios, se debe ver la acción redentora del Señor.

Para pensar:

La sal solamente sirve mientras sea sal. Al dejar de cumplir la función de sal deja de tener razón de ser.

miércoles, 26 de agosto de 2015

INSERTADOS EN LA HISTORIA

Entonces él les dijo: ¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían. Lucas 24.25–27

Los discípulos que caminaban hacia Emaús estaban completamente confundidos por los eventos de los últimos días. Durante el tiempo compartido con el Mesías habían descubierto asombrosas cualidades en su persona. Se imaginaban un apasionante e increíble futuro a la par de Jesús. Mas ahora, todo quedaba en la ruina. De un plumazo Cristo había sido quitado de sus vidas y colgado de un madero mientras sus seguidores se dispersaban, llenos de pánico.
La depresión y el desánimo instalado en el corazón de estos dos que van por el camino se debe, en parte, a que no logran quitar los ojos de la calamidad que les ha acontecido. No logran retroceder en el tiempo para rescatar, de entre las muchas enseñanzas de Jesús, las palabras que él les había dado con respecto a este preciso evento. La única realidad que ellos conocen es este presente de aguda angustia. Por estar detenidos en él no encuentran los elementos para reconstruir su realidad ni para hacerle frente al futuro.

Cristo llegó hasta ellos en forma anónima y, nos dice el texto de hoy, «comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían». Es decir, el Mesías los elevó por encima de lo inmediato y consiguió darles una perspectiva más real de los acontecimientos, insertándolos en el desarrollo de la historia según la visión del que determina los caminos del hombre, Dios mismo.

¡Qué importante es poseer la capacidad de salir de lo inmediato, para contemplar nuestra realidad dentro del marco del accionar de Dios a lo largo de los siglos! Todos nosotros tenemos la tendencia a creer que la vida comienza y termina con nosotros, que el ministerio en el cual servimos nació por iniciativa nuestra y que todo gira en torno de nuestra existencia. Con esta perspectiva sumamente pequeña de las cosas, nuestras inversiones tienden a ser temporales y nuestro compromiso pasajero. Es importante, sin embargo, que veamos nuestra existencia dentro de la historia de un pueblo que ha caminado con el Señor desde antaño. No existimos en un vacío, sino que nuestras vidas son parte de la marcha de una nación santa, apartada para servir en los propósitos de Dios.
Cuando entendemos que lo nuestro es una parte muy pequeña de algo mucho más grande que nosotros, nuestro sentido de importancia disminuye notablemente. No somos indispensables para nada, ni lo que estamos haciendo resulta tan fundamental como creemos. Se nos ha concedido la gracia de participar en los proyectos eternos del Señor, pero mucho antes de que nosotros llegáramos él estaba moviéndose, y mucho después de que hayamos desaparecido, él seguirá moviéndose. Lo nuestro solamente tiene sentido cuando se lo contempla dentro de las pinceladas del Dios eterno a quien servimos.

Para pensar:

«Si miramos a nuestro alrededor, un momento puede parecer mucho tiempo. Pero si levantamos nuestro corazón al cielo, mil años pueden parecer apenas un instante». Juan Calvino.

martes, 25 de agosto de 2015

A QUIEN DEBO AMAR MAS?

Lectura bíblica: Lucas 14:25–30
 
Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo. Lucas 14:26

Cuando Norberto tenía apenas 16 años y les anunció a sus padres que había aceptado a Cristo como su Salvador, ellos explotaron. No fue una explosión pequeña. La mamá lo amenazó con echarlo de casa a menos que se quitara esa idea de la cabeza.
Era un momento de crisis para Norberto. ¿Debía obedecer a sus padres y darle la espalda a Dios? ¿O debía poner a Dios primero y desobedecer a sus padres? Con la ayuda de Dios, escogió a Dios, y su mamá no cumplió su amenaza de echarlo de casa. Durante años, Norberto se aguantó las burlas y críticas de sus padres. Durante esos años no dejó de orar por ellos. Y a su tiempo tuvo el gozo de ver a ambos aceptar a Cristo como su Salvador.
Dios nos ordena amar a Dios y a los demás. Pero hay momentos cuando tenemos que amar a Dios más que a los demás.

Tema para comentar: Según tu opinión, ¿qué significa “amar a Dios más que a los demás”?
Jesús dijo: “Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26, NVI). Jesús no está diciendo que tienes que sentir antipatía o faltarle el respeto a tus familiares. Él está usando una hipérbole —una expresión exagerada— para enseñar dos cosas:
Primera, quiere que sepas que tu amor a Dios tiene que ser mayor que tu amor por cualquier persona, aun tus seres más queridos. Tiene que ser tanto mayor que, en comparación, tu amor por los humanos ni siquiera parece existir.

Segunda, quiere que sepas que a veces tienes que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Imagínate que tus padres te dicen: “Jamás” cuando les dices que quieres hacerte miembro del club de saltadores en patineta en tu escuela. Su orden no viola ninguno de los mandatos de Dios, por lo tanto, tienes que obedecerles. Pero ¿qué si tus padres te dicen que mientas acerca de tu edad para recibir un descuento en el cine? ¿O tu entrenador te dice que hagas trampas? Cuando alguien te empuja para que hagas algo malo, dice Jesús, tu obligación es obedecerle a él en lugar de obedecer al otro.
De eso se trata amar a Dios más que a los demás. Dios quiere que ames muchísimo a cada persona en tu vida. ¡Pero quiere que lo ames a él aún más!
 
PARA DIALOGAR: Dilo en tus propias palabras: ¿Qué significa amar a Dios aún más que a tu prójimo?
 
PARA ORAR: Señor, danos la valentía para obedecerte a ti primero y siempre.
 
PARA HACER: ¿Estás dejando que tus amigos te obliguen a obedecerlos a ellos, a costa de obedecer a Dios? ¿Qué le gustaría a Dios que cambiaras hoy?
 

GOLPE DE TIMÓN

Cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió. Entonces, pasando junto a Misia, descendieron a Troas. Una noche, Pablo tuvo una visión. Un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: «Pasa a Macedonia y ayúdanos». Hechos 16.7–9


Este incidente en la vida del equipo misionero que viajaba con el apóstol nos ofrece valiosas lecciones acerca de la relación que debe existir entre los que hacen la obra y el Espíritu. Nos recuerda que servimos a Dios y que nuestro deseo debe ser siempre estar caminando en las obras que «Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Ef 2.10).

No debemos olvidar que Cristo dejó instrucciones específicas a los discípulos cuando ascendió al Padre: «me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra» (Hch 1.8). Habiendo recibido tales directivas, pensaríamos que ahora lo único necesario era comenzar a cumplirlas. En esto, Pablo no hacía más que buscar la manera de extender el reino hasta lo último de la tierra. Teniendo posesión de las directivas generales, la implementación específica de las mismas quedaba en sus manos. Esta postura, sin embargo, hace innecesaria la obra del Espíritu, el cual ha sido dado para guiar a los hijos de Dios (Ro 8.14) y claramente contradice el estilo del libro de Hechos. Allí encontramos mucha evidencia de la manera en que obra nuestro Señor en sus proyectos, participando plenamente de ellos a cada paso del proceso. No desea que sus hijos descarten en ningún momento el saludable hábito de incluirlo en todo lo que hacen.

Es por esta razón que no puedo evitar cierta incomodidad con esos planes evangelísticos y misioneros donde dividimos la ciudad o el mundo en sectores y asignamos cada parte a diferentes grupos. No hay nada de malo con la idea; solamente que es muy racional y humana. La manera en que Dios guía parece ser enteramente diferente a estos planes elaborados con el uso de estrategias sistemáticas. Él sabe cuáles son los lugares particulares y el momento oportuno para nuestra colaboración. Si bien no pierde de vista el objetivo final, los pasos puntuales los tiene que determinar él, usando un sinfín de elementos que desconocemos por completo.

Conocer su voluntad, entonces, pareciera requerir de una permanente comunicación con el Señor, acompañada de una sensibilidad absoluta a las maneras en que quiera corregir nuestros pasos mientras vamos por el camino que, según entendemos, nos ha marcado.
Lo que sí parece evidente es que el Señor no revela su voluntad a las personas que están sentadas esperando conocer sus deseos antes de ponerse en marcha. Tenemos suficientes directivas generales para saber en qué dirección comenzar a caminar. Es mientras caminamos que él hará las correcciones necesarias para que lleguemos al destino indicado. Esto presupone, de nuestra parte, una disposición a ser corregidos y un deseo de abandonar nuestro plan para apropiarnos de su plan. No es una mala manera de trabajar. ¡La iglesia de Hechos consiguió convulsionar el mundo romano con esta estrategia!

Para pensar:

¿Cómo descubre la voluntad de Dios para su ministerio? ¿Qué parte tiene el Señor en la elaboración de estos planes? ¿Qué pasos toma para que el Señor los pueda modificar, si fuera necesario?

jueves, 20 de agosto de 2015

LA LUCHA DEL QUE SIRVE

Quiero pues, que sepáis cuán grande lucha sostengo por vosotros, por los que están en Laodicea y por todos los que nunca han visto mi rostro. Lucho para que sean consolados sus corazones y para que, unidos en amor, alcancen todas las riquezas de pleno entendimiento, a fin de conocer el misterio de Dios el Padre y de Cristo. Colosenses 2.1–2

Como en todos los escritos del apóstol, esta carta también nos revela, aunque sea fugazmente, algo del corazón de este siervo de Jesucristo. El apóstol, sin entrar en detalles, afirma que está involucrado en una intensa lucha por la iglesia. Sabemos con certeza que esta pugna incluía toda clase de pruebas externas, algunas de las cuales están mencionadas en su segunda carta a los Corintios. 

Estas aflicciones incluyeron tales cosas como hambre, prisiones, azotes y naufragios, que habían sufrido por causa del evangelio. Mas Pablo, en el texto de hoy, se está refiriendo a otra clase de lucha, la que se libra en el ser interior del siervo. Esta es la carga que Dios pone sobre el corazón de aquellos que sirven a su pueblo. En el mismo pasaje de Corintios, él escribía: «Y además de otras cosas, lo que sobre mí se añade cada día: la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar y yo no me indigno» (2 Co 11.28–29).

Esta carga es la que distingue al que lo es por vocación celestial, de aquel que no es más que un asalariado. La lucha principal del asalariado está en mantener en movimiento los diferentes programas de la congregación. No tiene mucho tiempo para estar con la gente porque está demasiado ocupado con sus muchas actividades. Mas el líder que lo hace con el alma entiende que los programas son un medio para un fin mucho más importante: la formación de Cristo en la vida de cada uno de sus hermanos. Tiene sus ojos firmemente puestos en este objetivo y sabe, con absoluta certeza, que esto no se logra con una buena dosis de actividades. La formación de un discípulo es un proceso esencialmente espiritual y el vive intensamente este proceso, con oración, con súplicas, con lágrimas y ruegos a favor de cada uno de los que le han sido confiados.

La evidencia más contundente de que esta carga es producida por el Espíritu de Dios, la encontramos en lo que Pablo dice: que su lucha incluye a los que nunca han visto su rostro. ¡Qué grandeza de espíritu! La mayoría de nosotros apenas luchamos por los nuestros. De veras que nos interesa poco la obra y el trabajo de los demás, especialmente los que viven en otros lugares. Pablo trabajaba y sufría también por aquellas congregaciones en las cuales nunca había estado personalmente, pero que eran de sumo interés para su Señor. La carga de Cristo estaba también sobre su corazón. Y cuando los intereses de los demás comienzan a importarnos, sabemos con certeza que Dios nos ha librado del egoísmo que tanto entorpece su obra en nosotros.

Para pensar:

Cómo líder, ¿cuánto tiempo se pasa intercediendo por el ministerio de otros? ¿Cuánto esfuerzo dedica a promocionar proyectos ajenos a los suyos? ¿Cómo comunica a su congregación este mismo desinterés ministerial?

martes, 18 de agosto de 2015

FIDELIDAD QUE AFLIGE

Yo sé, Señor, que tus juicios son justos, y que en tu fidelidad me has afligido. Salmo 119.75 (LBLA)


Sin duda la mayoría de nosotros coincidimos plenamente con la declaración de David en cuanto a los juicios del Señor, que en verdad son justos. Lo creemos de corazón y por eso estudiamos con diligencia su Palabra, para conocer mejor los caminos y los preceptos de Dios. La segunda parte de la declaración del salmista, sin embargo, nos lleva a un plano que es mucho más difícil de aceptar. Unos cuantos, entre nosotros, hasta se opondrían con vehemencia a esta afirmación: que Dios en su fidelidad nos aflige.

No nos cuesta creer que las aflicciones son parte de la vida, aunque algunos tienen dificultad aun para aceptar esto, prefiriendo una espiritualidad triunfalista que niega la existencia del dolor, la angustia y el sufrimiento. Nos basta con mirar la vida, no obstante, para ver que las aflicciones están inseparablemente ligadas al mundo en que vivimos. Nuestra teología, entonces, nos indica que nuestro Padre celestial permite la existencia de estas aflicciones para nuestro bien y que debemos buscar en él la fortaleza e integridad que necesitamos para sobrellevarlas con fidelidad.
En este pasaje, sin embargo, David agrega al tema de las aflicciones una observación que, francamente, nos incomoda. En ella el salmista declara que las aflicciones fueron una demostración del amor del Señor hacia nosotros. ¿Cómo podemos abrazarnos a esta verdad, cuando el sufrimiento produce en nosotros tanta congoja? ¿Quién puede verdaderamente creer que Dios, en su fidelidad, nos aflige? La misma frase hasta parece ser contradictoria, pues la fidelidad, según la entendemos, requiere que Dios nos libre de las aflicciones, ¡no que las produzca!

Si nos trasladamos por un instante al plano de la relación de un padre hacia su hijo, donde normalmente vemos las manifestaciones más puras de fidelidad, podremos entender por qué nos resistimos a la declaración de David. Todo aquel que tiene un hijo le da prioridad a buscar la forma de evitar que su hijo sufra. Puede ser en cosas tan pequeñas como hacerle los deberes para evitarle problemas en la escuela, o en cosas tan grandes como asegurarle el futuro mediante una apelación a personas de influencia en una empresa o en el gobierno. La meta siempre es la misma: evitar que nuestros hijos pasen un mal momento.

Nuestro amor imperfecto, sin embargo, tiene implicaciones a largo plazo. La más fácil de identificar es que ese hijo no tendrá capacidad de enfrentar ni de responder a las adversidades que inevitablemente le presentará la vida. Tampoco desarrollará la grandeza de carácter que solamente se cultiva por medio del dolor. De modo que, evitándole una incomodidad presente, le hacemos daño para el futuro.
El Señor invierte en nosotros con la eternidad en mente. Hay aspectos de nuestras vidas que necesitan ser tratados. Hay lecciones que debemos aprender, si es que vamos a caminar en fidelidad por sus caminos. Nuestro carácter debe ser pulido y refinado. Es por esto, entonces, que él no solamente permite la aflicción en nuestras vidas, sino que a veces la produce.


Para pensar:

David revela un aspecto del amor de Dios que no entendemos muy bien. ¿Se anima, de todas maneras, por fe, a darle gracias a Dios porque en su fidelidad nos aflige? ¡Su opinión del Padre cambiará radicalmente cuando comience a hacerlo!