lunes, 22 de junio de 2015

UNA CUESTIÓN DE TIEMPOS

La Y ella tenía una hermana que se llamaba María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta se preocupaba con todos los preparativos. Lucas 10.39–40 (LBLA)


Nuestro estudio de este pasaje sería poco productivo si nos concentráramos en el valor relativo de las actividades de las dos hermanas. El Señor no quiso exaltar la pasividad por encima del activismo. De hecho, cualquiera de las dos actividades puede ser perjudicial si es llevada a un extremo.

Por un lado tenemos el peligro de la persona inquieta; Es la persona que no puede detenerse, que necesita siempre estar haciendo algo. En muchos casos esta es una persona que tiene ciertas carencias afectivas. Esconden su dolor o inseguridad en un estilo de vida que no deja lugar para los tiempos de recogimiento, intimidad o reflexión. Es difícil tener que convivir con ellos porque su permanente movimiento no los deja dedicarse a otras realidades de la vida que no se cultivan por medio de trabajos y proyectos. El ministerio es especialmente atractivo para ellos, porque les provee de un medio para ganarse el afecto y la aprobación que tanto necesitan. 
Un pastor con quien hablé me contó, haciendo alusión a su entrega «incondicional» al Señor, que no había tomado vacaciones ni descansos en siete años. Es una postura común entre esta clase de personalidades.
Por otro lado, no obstante, tenemos a la persona que carece de todo interés en cualquier tipo de actividad. Su vida está gobernada por la ley del menor esfuerzo y siempre busca la manera de conseguir beneficios sin hacer demasiado a cambio. Esta clase de persona, cuando está dentro del cuerpo de Cristo, espiritualiza su vagancia explicando que Dios lo ha llamado a cosas «mayores». Es la clase de persona que tiene visiones, recibe palabras y profecías y siempre está lista para disertar sobre la Palabra. Nunca está, sin embargo, a la hora de arremangarse para trabajar en algún proyecto que implica esfuerzo y sacrificio. También de estos hay en abundancia dentro de la casa de Dios.

De modo que podemos afirmar que tanto el activismo excesivo como el ocio desmedido son altamente perjudiciales para la vida de aquellos que desean caminar fielmente con Cristo.

¿Cuál es la lección que Cristo quiso enseñarle a Marta en este incidente absolutamente cotidiano, común a la vida de cada uno de nosotros? 

No estaba condenando la actividad de Marta, que de por sí era buena, sino el hecho de que estaba abocada a una actividad loable en el momento incorrecto. He aquí la diferencia entre la persona madura y la inmadura. La inmadura se dedica a destiempo a las cosas que otros hacen en el momento correcto. Hay un tiempo indicado para el trabajo y el esfuerzo. Quien se dedica al descanso, la instrucción y la reflexión, cuando es tiempo de trabajo, hace lo incorrecto. De la misma manera, quien se dedica al trabajo cuando es tiempo para el descanso, la instrucción y la reflexión, también hace lo incorrecto.

Oración:

Señor, enséñame a discernir los tiempos para estas dos actividades, para dedicarme de todo corazón a cada una de ellas en el momento oportuno.


viernes, 19 de junio de 2015

Amor que dura más que el año escolar

Lectura bíblica: 1 Corintios 13:8, 13

 
Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor. 1 Corintios 13:13


Cuando va llegando el verano empiezan las vacaciones escolares.
Tres meses antes, ya habías comenzado a pensar que el año escolar terminaría, pero aun faltaban algunos meses. A los dos meses, podías decir cuántas semanas de clase faltaban. El mes siguiente, empezaste a contar los días. La última semana estabas contando las horas, los minutos y por último, los segundos.

En esos últimos momentos cuando concluía el año escolar, te detuviste en el tiempo, uno de los lapsos más lentos conocidos por el ser humano. El último día, cuando cerrabas definitivamente tus libros de texto, limpiabas tu escritorio y esperabas que tocara la campana final, el tiempo pasaba tan despacio como si estuvieras viendo una hormiga medio muerta tratando de ir de un extremo del pizarrón al otro. Hasta pudiste haber notado este efecto sorprendente: Si fijas la mirada en el reloj de la escuela durante la última hora del año escolar, las manecillas en realidad retroceden.
Bueno, realmente no. Pero no es ningún secreto que esos segundos finales parecen una eternidad.
Sabes lo que es que los momentos desagradables parezcan una eternidad. Pero la Biblia dice que hay una cosa grandiosa que querrás que dure para siempre, y durará. Es el amor de Dios.
Nunca hubo —ni nunca habrá— una demostración más grande de amor que lo que Cristo hizo en la cruz. Romanos 5:8 dice: “Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. En ese momento de la historia, tuvimos una demostración sin igual del amor total de Dios por nosotros.

Pero el amor de Dios no acabó en la cruz. Dios sigue amándonos cada momento de cada día. Y cuando Jesús resucitó, nos dio a todos la tarea de extender su amor por todo el mundo (ver Mateo 28:18–20). Cuando amamos a alguien como Cristo nos ama, el impacto de nuestra acción puede durar tanto como el amor de Dios. Es como hacer caer las piezas de dominó. Nuestro amor afecta a alguien; esa persona se siente amada y demuestra amor a otro, que a su vez ama a otro. Esto sigue, sigue y sigue.

Entonces, ¿estás centrando tu vida en lo que realmente perdura: amar a Dios y amar a los demás como te ama Jesús? Podemos agradecer a Dios porque su amor dura aún más que esos últimos momentos del año escolar.
 
PARA DIALOGAR: Si colocas el amor al principio de tu lista de cosas para hacer, ¿a quién puedes afectar?
 
PARA ORAR: Jesús, ayúdanos a que amarte a ti y amar a otros, hoy y siempre, sea lo primero en nuestra lista de cosas para hacer.
 
PARA HACER: Prepara una lista de todas las cosas que haces. Al apuntar cada cosa, hazte esta pregunta: ¿Cómo estoy usando esta actividad para tener un impacto duradero en la vida de los demás?

AVANZAR HACIA LA MADUREZ

Por tanto, dejando las enseñanzas elementales acerca de Cristo, avancemos hacia la madurez. Hebreos 6.1 (LBLA)

La preocupación del autor de Hebreos, que debe ser también la preocupación de aquellos que servimos a la iglesia de Jesucristo, era que los cristianos se habían detenido en su proceso de crecimiento. Estaba compartiendo con ellos algunos conceptos profundos de la vida espiritual, pero en medio de esta enseñanza exclama con frustración: «Acerca de esto tenemos mucho que decir, pero es difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho tardos para oir» (5.11). La evidencia parece señalar que esta gente llevaba unos cuantos años en la vida espiritual pero seguía necesitando de la leche que es apropiada para los niños y no para los adultos.
El concepto de avanzar hacia la madurez es difícil de entender para nosotros. En el mundo de las cosas físicas, el crecimiento es un proceso que ocurre sin nuestra intervención. Salvo en casos extremos de desnutrición, el cuerpo crece solo y alcanza la etapa de adulto sin nuestra ayuda. Por supuesto que una buena dieta, el ejercicio y el descanso apropiado pueden contribuir a un resultado más saludable. Aun en las personas que no hacen ninguna de estas cosas, sin embargo, el cuerpo madura igual.
En el mundo de las cosas espirituales, sin embargo, una realidad enteramente diferente gobierna el proceso de crecimiento. Aquí, no se alcanza el estado de adulto por el mero paso del tiempo. Es, más bien, consecuencia de un esfuerzo deliberado por cultivar una relación continua con el que produce el crecimiento, Dios mismo. Sin este esfuerzo -que debe ser llevado en la gracia de Dios- las personas quedarán en un estado donde no es visible prácticamente ninguna transformación. Es precisamente por esto que en la iglesia encontramos tantas personas que apenas han avanzado más allá de la etapa inicial de fervor por las cosas de Cristo. A pesar de esto, no es poco común recompensar a las personas con cargos de responsabilidad basados en los años que llevan en la congregación, sin mirar si estos años han producido un verdadero crecimiento espiritual en ellos.
El autor de Hebreos insta a sus lectores a avanzar hacia la madurez con una actitud deliberada y sostenida. Aquí no se está hablando de entusiasmos pasajeros, sino de disciplinas cuidadosamente cultivadas. En infinidad de oportunidades se presentarán circunstancias que invitan a abandonar estas prácticas. La persona que desea ardientemente la madurez, sin embargo, no escuchará razonamientos ni argumentos, ni conocerá, tampoco, la fatiga y el cansancio en la búsqueda de una relación profunda e intima con Dios. Se ha propuesto deliberadamente avanzar y esto hará, con la ayuda de Dios.

Para pensar:

¿Qué plan tiene para lograr un crecimiento sostenido en la vida espiritual? ¿Qué disciplinas incluye este programa? ¿Qué modificaciones necesita hacerle a su rutina para ser más deliberado en la búsqueda del crecimiento?

OTRO NOMBRE

José, un levita natural de Chipre, a quien también los apóstoles llamaban Bernabé (que traducido significa hijo de consolación). Hechos 4.36 (LBLA)


La costumbre de modificar el nombre de una persona, para que represente más fielmente la obra de Dios en su vida, acompañó siempre la relación del Señor con sus siervos. En Génesis, por ejemplo, Dios cambió el nombre de Abram por Abraham (Gn 17.5), porque lo había llamado a ser padre de muchedumbres. A Jacob le cambió el nombre por Israel (Gn 32.28), porque se había convertido en uno que gobierna como el Señor. De la misma forma, en el Nuevo Testamento, el ángel instruyó a María que le pusiera por nombre a su hijo, Jesús, porque este nombre simbolizaría la esencia de la misión que se le había encomendado. El mismo Jesús le cambió el nombre a Simón, para darle el nombre de Pedro (Mt 16.18), mostrando de esta manera que la obra transformadora del Espíritu convertiría al insignificante pescador en una roca dentro de la iglesia.

Detrás de esta costumbre parece haber un principio, y es que el Señor nos ve y considera según los propósitos espirituales que él tiene para nuestras vidas. Estos propósitos generalmente difieren dramáticamente con los caminos que, como seres humanos, hemos escogido para nuestra existencia terrenal. De manera que estos nombres «espirituales» reflejan lo que en verdad somos con mucha mayor fidelidad que los nombres que escogieron para nosotros nuestros padres.

Dentro de este marco resulta interesante que la iglesia del primer siglo también modificara algunos nombres. Al hombre llamado José, los apóstoles llamaron Bernabé, que significa hijo de consolación. Por lo que podemos observar en el relato del libro de Hechos, esta era una característica sobresaliente en la vida de este siervo de Dios. Fue el hombre que se encargó de buscar a Pablo para presentarlo en Jerusalén, el que fue enviado a Antioquía para apaciguar los ánimos y el que recogió a Juan Marcos luego de que Pablo lo descartará para un futuro ministerio.

El valor de esta reflexión no está en que debemos cambiar nuestros nombres, pero vale la pena reflexionar sobre el siguiente punto: si Dios fuera a cambiar nuestro nombre, para que refleje más fielmente la obra que está deseando realizar en nosotros, ¿que nombre nos pondría? Más allá de esta pregunta, sin embargo, podemos resaltar el contraste entre esta costumbre bíblica y la costumbre de los hombres, de darle apodos a las personas, casi exclusivamente por aquellas características sobre las cuales la persona tiene poco o ningún control: flaco, gordo, negro, narigón, tuerto, polaco, ruso, etcétera. Estos apodos rara vez engrandecen a la persona, más bien expresan desprecio.

Para pensar:

Entre los de la familia de Dios, no debe ser así. Debemos cultivar la capacidad de ver la realidad espiritual que el Señor está llevando a cabo en la vida de aquellos que son nuestros hermanos y hermanas en Cristo. Al percibirlo podremos animar a la persona y cooperar con esa obra de gracia. Somos habitantes de otro reino, y nuestras relaciones lo deben reflejar.

martes, 16 de junio de 2015

EL VALOR DE LA PACIENCIA

Estad quietos, y conoced que yo soy Dios. Salmo 46.10


Vivimos en tiempos donde esperar es cada vez más desagradable. Donde en otros tiempos la demora se medía en cuestiones de días y meses, hoy consideramos «demora» el tiempo que nuestra computadora tarde en abrir un programa, lo que el microondas requiere para calentar nuestro café, lo que una persona tarda en atender el teléfono o lo que tarda el semáforo en cambiar de rojo a verde. Es decir, la impaciencia se ha instalado con tal prepotencia en nuestras vidas que medimos el uso eficaz del tiempo en cuestión de segundos. Aun cuando la espera es ínfima, nuestro espíritu inquieto no puede controlar los sentimientos de ansiedad y afán que son propios de la existencia del hombre en la sociedad moderna.
La sabiduría popular afirma que la paciencia es el arte de saber esperar. El problema con esta definición radica en creer que nuestra actividad principal, en momentos en que no podemos apurar la marcha del tiempo, es, precisamente, esperar. El salmista agrega un elemento importante al proceso de aquietar el espíritu y dominar los impulsos de la desesperación: «…y conoced que yo soy Dios». Nuestro llamado primordial en la vida es a orientar nuestra existencia total hacia las permanentes invitaciones de Dios a caminar con él y a buscar su mano en las situaciones más frustrantes. De esta manera podríamos definir la paciencia como el desafío de disfrutar de Dios cuando las circunstancias nos invitan a la preocupación, la ansiedad y el afán.
Considere la siguiente situación típica de nuestra existencia. Estamos esperando en una fila para hacer un trámite en alguna oficina del gobierno. Hemos entregado los papeles con los que se inicia el trámite y ahora no podremos retirarnos del lugar hasta finalizada la gestión. En un momento, un oficial del gobierno se presenta e informa a las personas de la fila -que ya de por sí están molestas- que se ha caído el sistema de computación. Todos deberán esperar hasta que el sistema se habilite de nuevo. De inmediato pensamos en las otras cosas que urgentemente nos están esperando en el trabajo. Comenzamos a caminar por el lugar lleno de pensamientos airados contra el gobierno, sus empleados y el sistema al que están sujetos. Cuanto más tiempo pasa, más notoria es nuestra agitación interior y más visible nuestro fastidio. Es acertado afirmar que estamos esperando, pero no estamos disfrutando del momento. Nos hemos perdido la oportunidad de comulgar con Aquel que, hace dos días en la reunión del domingo, proclamábamos como el ser más importante del universo.


Para pensar:

El mayor desafío en tiempos de fastidio por las «intolerables» demoras que debemos «soportar» es la de aquietar nuestro espíritu. Es nuestra responsabilidad quitar los ojos de las circunstancias y elevarlas a Dios, para saber que él reina soberano en todo momento. La próxima vez que se encuentre en una situación sobre la cual no tiene control, lleve su espíritu a la presencia del Pastor de Israel y permita que él le conduzca junto a aguas de reposo.

lunes, 15 de junio de 2015

NO SABÉIS LO QUE PEDÍS

Entonces Jesús, respondiendo, dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Ellos le respondieron: Podemos. Él les dijo: A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre. Mateo 20.22–23


En Juan 14 y 15 Cristo reiteró varias veces a sus discípulos esta promesa: «Todo lo que pidáis en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14.13). Más allá de la condición establecida, no ha dejado de ser una declaración que ha inspirado a generaciones de hijos de Dios animándoles a orar en toda circunstancia y en todo momento.
Dentro del ámbito de la iglesia no siempre hemos entendido cuánto peso tiene el hecho de que nuestras oraciones deben ser «en su nombre». Con una inocencia que a veces raya lo necio, hemos creído que cualquier petición que hagamos nos será concedida siempre y cuando agreguemos la frase «mágica» al final de nuestra petición: «y esto lo pedimos en el nombre de Jesús».
El verdadero sentido de esta condición se puede entender mejor si nos imaginamos a un padre que le dice a su hijo: «ve a decirle a mamá que necesito las llaves del auto». El niño corre a su madre y le comparte el mensaje que le ha dado el padre. El mensaje no es del niño, es del padre. El niño solamente hace las veces de vocero para el padre. De la misma manera, pedir algo en el nombre de Jesús es elevar al Padre una petición que el Hijo haría por sí mismo si estuviera presente.
Muchas de nuestras oraciones no reciben respuesta porque no cumplen con esta condición fundamental: no estamos pidiendo lo que Cristo pediría si estuviera con nosotros. Aun así, la oración no es una actividad que tiene como única finalidad asegurar una respuesta de parte de Dios. La oración, la más misteriosa de las disciplinas espirituales, nos introduce en una actividad en la cual somos transformados por el mismo proceso de hablar con el Padre. En este sentido, San Agustín astutamente observa: «el que buscó, ya encontró». Lo encontrado radica en el proceso de orar, no en la respuesta.
No obstante, hemos de afirmar que también en las respuestas está la mano formadora de Dios. En su sabiduría, él a veces nos da lo que pedimos, aunque no sabemos realmente lo que estamos pidiendo. Nuestra insistencia es tal, no obstante, que el Señor nos concede lo pedido. A los israelitas les concedió un rey pero no era lo que necesitaban. A los hijos de Zebedeo les concedió beber de su misma copa, aunque significaba algo totalmente diferente a lo que ellos tenían en mente. De la misma manera, a nosotros a veces nos responde aunque no hemos orado con sabiduría. Su respuesta no implica su aprobación, sino la existencia de una lección por aprender.

Para pensar:

«Si se diera el caso que Dios está obligado a darnos todo lo que pedimos, yo, en primer lugar, nunca más oraría, pues no tendría suficiente confianza en mi propia sabiduría para pedirle cosas a Dios». J. A. Motyer.



miércoles, 10 de junio de 2015

CONVIVIR CON LAS OLAS

Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: ¡Señor, sálvame! Mateo 14.30


La experiencia de Pedro andando sobre las aguas tiene un atractivo especial para nosotros. Nos presenta una escena radicalmente diferente a todo lo que hemos conocido en nuestra propia vida. Por otro lado, la osada petición del discípulo también toca algo en nosotros. Nunca dejan de sorprendernos las respuestas impulsivas y espontáneas del más atrevido del grupo de los doce. Quisiera, sin embargo, hacer algunas observaciones en cuanto a ese momento particular en el relato, cuando la intensidad del viento y la furia de las olas le puso fin a la breve aventura del futuro apóstol.
Las olas no aparecieron en el momento que Pedro comenzó a andar sobre el agua. El texto nos dice que los discípulos habían estado remando durante unas cuantas horas, sin avanzar gran distancia, porque el viento les era contrario y las olas golpeaban la embarcación (14.24). Estas condiciones habían acompañado a los discípulos durante toda la noche pero, hasta el momento, las olas no eran más que un molesto contratiempo a sus esfuerzos. Eran hombres acostumbrados al mar y esto era, seguramente, una situación que conocían bien. Del mismo modo, nosotros vivimos rodeados de dificultades y aflicciones que muchas veces, no tienen mayor impacto sobre nosotros.
Cuando Pedro salió de la barca, las olas seguían siendo las mismas que cuando estaba adentro. Su fascinación con la aventura o con la persona de Cristo, no obstante, le permitieron ignorar completamente la existencia de las mismas. Estaba completamente concentrado y absorbido por el desafío de caminar sobre las aguas hacia la persona de Jesús. Del mismo modo, en momentos de gran pasión espiritual, ni siquiera registramos la existencia de los contratiempos y obstáculos de la vida. Su existencia o no es algo que no afecta en lo más mínimo nuestra propia vivencia espiritual.
En un momento, sin embargo, Pedro quitó los ojos de Cristo y miró las aguas. Al hacerlo, vio las olas que habían estado allí durante toda la noche. Pero ahora su situación había cambiado: era extremadamente precaria y peligrosa. Las mismas olas ahora le infundían un temor que lo llevó a paralizarse e interrumpieron dramáticamente su experiencia de andar por las aguas. Comenzó a hundirse y solamente la rápida intervención del Maestro lo salvó de ahogarse.
¿Qué conclusión nos deja esta serie de observaciones? Muchas veces creemos que lo que nos han hecho tambalear en la vida son las circunstancias particulares que vivimos. La experiencia de Pedro nos revela otra cosa: no son las circunstancias las que nos afectan, sino nuestra perspectiva de ellas. El lugar donde estamos parados en el momento de la tormenta va a determinar qué clase de respuesta tenemos. Las olas eran siempre las mismas. Pedro en el barco, Pedro caminando, y Pedro hundiéndose nos muestra que la misma persona no tiene siempre la misma reacción. ¡Nuestra perspectiva de las cosas lo es todo!

Para pensar:

¿Cómo reacciona en tiempos de crisis? ¿Qué le dicen estas reacciones acerca de su propia persona? ¿Qué aspectos debe trabajar para tener reacciones más espirituales?

jueves, 4 de junio de 2015

INTERPRETACIONES DUDOSAS

"Entonces dijo Isaías a Ezequías: Oye palabra de Jehová de los ejércitos: «He aquí vienen días en que será llevado a Babilonia todo lo que hay en tu casa, lo que tus padres han atesorado hasta hoy; ninguna cosa quedará, dice Jehová. De tus hijos que saldrán de ti y que habrás engendrado, tomarán, y serán eunucos en el palacio del rey de Babilonia». Y dijo Ezequías a Isaías: La palabra de Jehová que has hablado es buena. Y añadió: A lo menos, haya paz y seguridad en mis días. Isaías 39.5–8


Existen dos desafíos puntuales que nos enfrentan en relación a la Palabra de Dios. El primero de ellos es recibirla. Pareciera que mencionarlo es innecesario, pues esta necesidad es bien obvia y evidente para todos los que desean caminar en rectitud delante de él. No obstante, existe una gran diferencia entre entender que necesitamos su Palabra y experimentar día a día que el Señor le habla a nuestra vida.
El desafío de recibir la Palabra es grande porque todos nosotros estamos ocupados e inmersos en nuestras actividades cotidianas. Para que él nos hable, es necesario que cese -aunque no sea más que por un momento- el bullicio y el movimiento de nuestras vidas. Es difícil hablarle a quien está concentrado en otras cosas. Pero aun cuando cesan nuestras actividades, no tenemos garantía de nuestra capacidad de escucharlo. En nuestro interior también existe un incesante movimiento de las muchas cosas que estimulan nuestros pensamientos y alimentan nuestra preocupación. Por eso es imprescindible que adquiramos la disciplina de aquietar nuestros espíritus. El silencio y el oído atento son condiciones indispensables para poder escuchar al Señor.
Si logramos acallar nuestra alma para recibir con mansedumbre la Palabra habremos ganado la mitad de la batalla. Ahora se nos presenta un nuevo desafío: entender qué significa lo que hemos escuchado. Y es aquí donde frecuentemente nos desviamos de la verdad, pues le damos a la Palabra una interpretación enteramente favorable a nuestra situación personal. El deseo de escuchar del Señor sólo lo que es dulce a nuestros oídos es fuerte en cada uno de nosotros. Las interpretaciones convenientes le salvarán a nuestro espíritu esos momentos de incomodidad cuando la Palabra penetra hasta las profundidades del ser.
Ninguno de nosotros hemos tenido la bendición de que un profeta de la estatura de Isaías venga a proclamarnos la Palabra de Dios. El rey Ezequías, un hombre temeroso de Dios, tuvo este privilegio. Por medio del profeta le fue anunciado que toda sus posesiones, junto a sus hijos, serían llevados a Babilonia. Para un rey sumamente preocupado por las crecientes hostilidades con Asiria, esto sonaba a una alianza estratégica con el país que mejor los podía proteger. Se abrazó a la Palabra y dijo con alegría: «¡esta Palabra es buena!»
¡Qué equivocado estaba en su interpretación! El mensaje del profeta no anunciaba otra cosa que la destrucción de Jerusalén y el cautiverio para el pueblo de Israel. La lección, para nosotros, es clara. Seamos precavidos a la hora de proclamar el significado de su Palabra.

Para pensar:
El problema principal en la interpretación es creer que hay una sola interpretación posible de lo que se ha dicho. Tenga cuidado con esas interpretaciones en las que todo es acomodado a la conveniencia del intérprete. La palabra de Dios usualmente nos incomoda.

miércoles, 3 de junio de 2015

EL MANUAL DE LAS INSTRUCCIONES

Lectura bíblica: Salmo 119:9–16
 
En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti. Salmo 119:11

No haces más que soñar con el día de tu cumpleaños en que tendrás la edad para obtener tu licencia de conductor. Te imaginas tener tu propio auto, con las ventanillas abiertas y disfrutando de la brisa. Te ves paseando por el pueblo con tus amigos en un auto flamante, y tú detrás del volante.
Lo primero que haces es presentarte a la oficina que otorga las licencias y te pones en fila, ansioso por salir de allí con tu propia licencia. La señorita Engranaje, una empleada amable, te entrega una hoja de papel.
—Toma asiento a la mesa, contesta las preguntas y devuélveme la hoja cuando la hayas completado.
Parece fácil, piensas. Seguro que necesitan mi nombre, dirección y número de teléfono.
Así que te sientas y miras la hoja. ¡Un momento! Esta no es una solicitud. ¡Es un examen! Empiezas a sudar. Pregunta tras pregunta sobre límites de velocidad, señales y reglamentos de tránsito. Te acuerdas haber oído algo de un examen para conductores, pero nunca le diste importancia. Uno se sube al auto, prende el motor y aprieta los pedales. ¿Qué tiene eso de difícil?
Te vuelves a abrir paso para hablar con la señorita Engranaje, y le dices:
—Toda mi vida he observado cómo manejan mis padres. He andado en coches, y una vez hasta senté detrás del volante. Sé que verde significa adelante y rojo significa pare. Estoy seguro de que sé manejar, así que no necesito un examen. Tómeme la foto y déme mi licencia.
La amable señorita Engranaje, de pronto, te clava la vista y se pone seria:
—Si no puedes pasar el examen, quiere decir que no conoces las reglas. Y si no conoces las reglas, no puedes manejar. Los conductores que no conocen las reglas son peligrosos.
Luego te entrega bruscamente el Manual para Conductores, y dice fríamente:
—Todo depende de ti, chico. Aprende las reglas y aprueba el examen, si no, cuando tengas mi edad todavía le estarás pidiendo a tu papi que te lleve al trabajo.
Tragas saliva y lloriqueas:
—Pero esas preguntas son muy difíciles.
—Así es. Hay mucho que aprender. Pero está todo aquí —dice la señorita Engranaje dándole golpecitos al manual—. Te aprendes bien todo esto y no tendrás problema con el examen ni cuando manejas.
¿Sabes qué? Dios nos ha dado la Biblia como un manual de instrucciones para la vida. Si no estudiamos el libro, es muy probable que no pasemos el examen, y que les hagamos daño a otros por nuestro descuido. Pero si estudiamos la Palabra de Dios, la grabamos en nuestra memoria, vivimos según sus indicaciones y sabemos cómo avanzar prudentemente en la vida.
 
PARA DIALOGAR: Dios es mucho más amable que la señorita Engranaje cuando dice: “Aprende estas cosas y te ayudarán a aprobar todos los exámenes”. ¿De qué manera estás usando el manual de Dios para dar dirección a tu vida?
 
PARA ORAR: Gracias, Señor, por darnos reglas con el fin de encaminarnos hacia las cosas buenas.
 
PARA HACER: Si nunca has leído la Biblia sin que te lo manden, ¡comienza a leer hoy el manual de instrucciones de Dios para la vida!
 

EL DIOS SUFICIENTE

Yo te amo, Señor, fortaleza mía. El Señor es mi roca, mi baluarte y mi libertador; mi Dios, mi roca en quien me refugio; mi escudo y el cuerno de mi salvación, mi altura inexpugnable. Salmo 18.1–2 (LBLA)


La nota que encabeza este salmo, en la versión de La Biblia de las Américas, dice: «Para el director del coro, Salmo de David, siervo del Señor, el cual dirigió al Señor las palabras de este cántico el día que el Señor lo libró de la mano de todos sus enemigos y de la mano de Saúl». Aunque no tuviéramos esta explicación sobre el contexto en el cual nace esta eufórica proclamación de los múltiples atributos de Dios, el tono mismo de la poesía no deja lugar a duda: que fueron escritas por una persona que había gustado, en carne propia, la magnifica intervención del soberano.
David menciona al menos siete diferentes características de Dios, todas ellas relacionadas con la particular situación que vivía. Durante años se había refugiado en el desierto. Su estancia en este lugar no fue, sin embargo, similar a la pacífica existencia de Moisés en Madián. Huyendo de cueva en cueva, siempre atento a los movimientos de su enemigo, se había encontrado en incontables aprietos donde solamente la intervención milagrosa de Dios lo había librado de la muerte segura. El tema principal de este salmo es precisamente este.
Para David, estas características de Jehová eran reales porque las había gustado en su propia experiencia cotidiana. Para algunos de nosotros, sin embargo, no son más que atributos que asignamos a Dios porque nuestro intelecto así lo demanda. Sabemos, intelectualmente, que él es una roca, un baluarte y un libertador. Cantamos de estas cosas en nuestras reuniones. Conocemos innumerables pasajes que así lo describen. Otros nos han dado testimonio de haber experimentado estas facetas en su andar con el Padre Celestial. En nuestra vida, no obstante, estas verdades no han salido del ámbito de lo teórico.
¿Cómo se puede comprobar que Dios es realmente así? De hecho, ¡él es así!, pero quizás no lo sea en mi vida o en la suya. Para que estos aspectos de su persona se hagan reales en nuestra vida, debemos estar dispuestos a abrirle un espacio para demostrar precisamente su fidelidad hacia los que están en apuros. Es decir, para comprobar que es fortaleza, necesitamos reconocer que somos debilidad. Para que él sea nuestra roca, debemos reconocer que estamos parados sobre fundamentos movedizos. Para sentirlo como nuestro baluarte, tenemos que admitir que nos sentimos desprotegidos. Para que se manifieste como nuestro libertador, tenemos que reconocer que estamos atrapados. Para que sea nuestro escudo, necesitamos confesar que nos sentimos indefensos. Para que se levante como cuerno de salvación, debemos admitir que estamos perdidos. Para que sea altura inexpugnable, necesitamos reconocer que estamos hundidos en lo más profundo del pozo.

Para pensar:

La realidad de Dios expresada en estos atributos divinos se ve solamente en la vida de aquellos que reconocen su necesidad de él. No nos lamentemos por sentir angustia y desesperanza. Al contrario, regocijémonos, porque recibiremos su poderosa visitación en la hora de necesidad