lunes, 23 de marzo de 2015

<< YO ESTOY CONTIGO >>

Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno,porque tú estás conmigo. Salmo 23.4 (LBLA)

Tome nota de la razón por la cual el salmista está confiado. No es la esperanza de que sus circunstancias cambien, ni tampoco la idea de que puede tener una vida sin complicaciones, ni dificultades. Al contrario, el salmista se da cuenta que hay una buena posibilidad de que le toque caminar por el valle de sombra de muerte. La fortaleza de su postura frente a este panorama, sin embargo, es que tiene convicción de que el Señor estará con él, aun en las peores circunstancias.
¿Se ha detenido alguna vez a meditar en la cantidad de veces que el Señor dice yo estoy contigo? Los pasajes bíblicos donde encontramos reiterada esta frase parecen todos tener algo en común: Cada uno describe una situación que infundía temor en el protagonista de los acontecimientos. Jacob, por ejemplo, tenía miedo de volver a su casa porque su hermano había jurado darle muerte. El Señor lo visitó y le dijo: «yo estaré contigo» (Gn 31.3). Moisés, llamado a volver a Egipto, sintió temor porque creía que el Faraón procuraba su muerte. El Señor le dijo: «yo estaré contigo» (Ex 3.12). Josué se sentía atemorizado por la enorme tarea de guiar al pueblo en la conquista de la tierra prometida. El Señor le habló, diciendo: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes porque Jehová, tu Dios, estará contigo dondequiera que vayas» (Jos 1.9). Cuando el ángel de Jehová llamó a Gedeón a liberar a Israel del yugo madianita, este sintió que era poca cosa para semejante tarea. Pero el Señor le dijo: «ciertamente yo estaré contigo» (Jue 6.16). El joven profeta Jeremías sentía que era inútil la tarea de tratar de proclamar la Palabra de Dios al pueblo. Eran muchos los que estaban en contra de él. El Señor le recordó: «Pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1.19). Hasta el valiente apóstol se sintió atemorizado por la oposición de los judíos en Atenas. Por medio de una visión de noche, el Señor le dijo: «No temas, sino habla y no calles, porque yo estoy contigo» (Hch 18.9).
Vivimos en tiempos muy difíciles en América Latina. La frágil estabilidad económica que habían logrado algunos de nuestros países se está desvaneciendo como la niebla matinal. En muchas naciones de la región los índices de desempleo aumentan inexorablemente día a día. Y, como si esto fuera poco, vivimos en un clima de creciente violencia donde cada vez nos sentimos más desprotegidos y vulnerables. Tiempos, en resumen, apropiados para vivir angustiados.
Qué hermoso, entonces, es recordar esta afirmación confiada del salmista. «Aunque pase por el valle de sombra de muerte... «¡tú estás conmigo!» Este tiempo de crisis tiene un valor inestimable para los que deseamos cultivar una vida de mayor dependencia de él.

Para pensar:

Qué momento puede ser más apropiado que el presente para tomarnos fuertemente de su mano y decirle, como dijo Moisés, «si tu presencia no ha de acompañarnos, no nos saques de aquí» (Ex 33.15). Muchas veces no le sentimos; nunca le vemos. Pero él está con nosotros. ¡Adelante, entonces, sin temor alguno!


viernes, 20 de marzo de 2015

ORAR POR LOS NUESTROS

Epafras, que es uno de vosotros, siervo de Jesucristo, os envía saludos, siempre esforzándose intensamente a favor vuestro en sus oraciones, para que estéis firmes, perfectos y completamente seguros en toda la voluntad de Dios. Colosenses 4.12 (LBLA)


Los datos acerca de Epafras son escasos. Muchos comentaristas creen que fue una de las personas claves en el establecimiento de la Iglesia en Colosas, además de ser compañero de Pablo en su primera encarcelación. La verdad es que quedará perdido entre los millares de héroes anónimos que fueron parte de la expansión de la iglesia durante el primer siglo.
Nuestro versículo de hoy, sin embargo, nos da un pequeño vistazo de la clase de persona que era Epafras; un hombre de oración que entendía que aun de lejos podía seguir afectando vidas por medio de ruegos y súplicas a favor de ellos. Según el testimonio de Pablo, esta intercesión se llevaba adelante con una intensidad y un fervor que delataban una pasión poco común entre los que servían.
No solamente esto, sino que este varón también mostraba gran discernimiento en lo que a la iglesia respecta. Sus oraciones no estaban limitadas a peticiones que tenían que ver con los detalles temporales de esta vida, que tantas veces nos ocupan. Epafras pedía que se pudiera cumplir en ellos aquella condición que garantiza resultados eternos, que pudieran estar firmes, que fueran perfectos y completamente seguros en toda la voluntad de Dios. Sin lugar a dudas Epafras no hacía más que imitar el ejemplo que había visto en el apóstol Pablo. Casi todas las epístolas dan testimonio de que el apóstol oraba frecuentemente por las iglesias que había fundado o visitado. En Romanos testifica: «sin cesar hago mención de vosotros en mis oraciones» (1.9). En primera Corintios Pablo declara: «gracias doy a mi Dios siempre por vosotros» (1.4). En Efesios 1.16 comparte: «no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones». En Filipenses comienza su carta diciendo: «Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros. Siempre en todas mis oraciones ruego con gozo por todos vosotros» (1.3–4). A los Colosenses les dice: «no cesamos de orar por vosotros» (1.9). A los de Tesalónica les recuerda: «damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo memoria de vosotros en nuestras oraciones» (1.2).
Estos siervos entendían que la oración es una de las armas más efectivas que tiene el pastor a su disposición. Con oración podemos tocar vidas de maneras que no es posible con otras actividades. Sospecho, sin embargo, que muchos de nosotros creemos que el verdadero trabajo del ministerio parece estar en reuniones, visitación y consejería. Richard Foster, en su libro La Oración, nos recuerda que «si realmente amamos a las personas, desearemos para ellos mucho más de lo que tenemos a nuestro alcance darles, y esto nos llevará a orar. Interceder es una forma de amar a otros».

Para pensar:

¿Se podría decir de usted que es una persona que se «esfuerza intensamente» a favor de los suyos en sus oraciones? ¿Qué cosas impiden que pase más tiempo orando por su gente? ¿Cómo puede crecer en este aspecto del ministerio?

miércoles, 18 de marzo de 2015

EN GUARDIA CONTRA LO OCULTO

¿Quién puede discernir sus propios errores?Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias, que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro y estaré libre de gran rebelión. Salmo 19.12–13

La pregunta que el salmista hace aquí es lo que se describe como una pregunta retórica. Este tipo de preguntas no requieren de respuesta porque ya está implícita en la misma pregunta. En este caso, la respuesta es: ¡nadie! No existe una sola persona que pueda discernir sus propios errores.
A pesar de esto, la mayoría de nosotros nos mostramos bastante confiados a la hora de defender nuestra falta de culpa. El salmista, a diferencia de nosotros, entendía un principio fundamental para la vida espiritual, y es que ningún ser humano posee claridad acerca del estado de su propia vida. Esta misma verdad fue reiterada por Jeremías, cuando afirmó que el corazón del hombre es más engañoso que todas las cosas, y sin remedio (17.9). Por más que nos propongamos mirar y examinar con cuidado nuestra vida, no podremos discernir nuestros propios errores, porque la esencia misma del pecado reside en el engaño. Lo que está oculto no puede ser tratado y posee toda la capacidad de descarrilarnos en nuestro andar. Por esta razón el salmista exclamó: «Líbrame de los que me son ocultos».
No es coincidencia, tampoco, que haya reparado en la soberbia cuando pensaba en pecados ocultos. De todos los pecados, el más difícil de detectar es el del orgullo. Como ha observado un sabio comentarista, «¡nadie está tan cerca de caer como aquel que esta confiado de estar bien parado!» Todos poseemos gran capacidad de ver el pecado del orgullo en nuestro prójimo, pero carecemos notablemente de discernimiento a la hora de examinar nuestra propia vida con respecto a este tema.
El salmista sabía que la soberbia no confesada se convierte en un amo implacable que domina la vida de la persona y lo lleva hacia la perdición. Esa persona ya no tendrá control sobre su vida, sino que su amo, la soberbia, se convertirá en la fuerza que dicta la manera de proceder en cada situación. Nadie le podrá señalar nada. Nadie lo podrá corregir. Nadie se le podrá acercar, porque la soberbia no se lo permitirá, no sea que descubra su propia maldad y se arrepienta.
Un cristiano soberbio es una persona que traerá mucho sufrimiento y dolor a la congregación . Por esta razón, es bueno que recordemos que nuestra propia opinión de la pureza espiritual muchas veces tiene poco que ver con nuestra verdadera situación. El cristiano sabio sabrá que hay realidades en su vida que no puede ver, que tienen toda la capacidad de neutralizarlo. No se confiará de la propia evaluación de su corazón. Buscará que el Señor lo examine, para traer a la luz aquello que está oculto y lograr así la verdadera integridad. Tampoco tendrá miedo de abrirse a que otros lo examinen, pues la misma capacidad que él posee de ver el pecado en otros es la que otros poseen hacia su persona.

Para pensar: 

San Agustín escribió: «Cuando el hombre descubre su pecado, Dios lo cubre. Cuando el hombre tapa su pecado, Dios lo destapa. Cuando el hombre confiesa su pecado, Dios lo perdona».

CUANDO LA CRISIS AZOTA

David se angustió mucho, porque el pueblo hablaba de apedrearlo, pues el alma de todo el pueblo estaba llena de amargura, cada uno por sus hijos y por sus hijas. Pero David halló fortaleza en Jehová, su Dios, y dijo al sacerdote Abiatar hijo de Ahimelec: «Te ruego que me acerques el efod». Abiatar acercó el efod a David, y David consultó a Jehová. 1 Samuel 30.6–8
David había salido a pelear junto a los filisteos, pueblo con él cual se vio obligado a morar luego de sufrir más de diez años de persecución por parte de Saúl. Mientras estaban David y sus hombres lejos de casa, vinieron a saquear su pueblo y se llevaron cautivos a las mujeres y niños. Cuando los guerreros regresaron a casa se encontraron con un cuadro verdaderamente desolador, el cual produjo en ellos una genuina amargura.
Quien ha asumido responsabilidades frente a otros se va a enfrentar ocasionalmente a situaciones de profundas crisis que pueden tener consecuencias devastadoras para el grupo. Esto es parte de la realidad que le toca vivir a cada líder. Y en algunas pocas situaciones, los seguidores cuestionarán duramente al líder y hasta contemplarán medidas drásticas contra su persona. Los hombres de David querían matarlo.
En situaciones de crisis siempre afloran en nosotros las reacciones más carnales. Nos lamentamos por lo ocurrido. Nos preocupamos por las posibles consecuencias. Cuestionamos los pasos que nos llevaron a la crisis. Nos enojamos con los que están más cerca nuestro. Buscamos a quién echarle la culpa. Nos apresuramos en tomar decisiones imprudentes. Todas estas cosas rara vez contribuyen a una solución.
Cuán instructivo resulta, entonces, observar el compartimiento de David en esta grave crisis que le tocó enfrentar. En primer lugar, note la reacción instintiva de un hombre acostumbrado a caminar con Dios: «David halló fortaleza en Jehová, su Dios». El hombre maduro debe inmediatamente procurar, en tiempos de crisis, acercarse a la única persona que puede darle la perspectiva correcta de las cosas, devolviéndole el equilibrio y la tranquilidad en medio de la tormenta: Dios mismo. David, como lo había hecho siempre, no se demoró en buscar del Señor la fortaleza que no poseía en sí mismo.
En segundo lugar, habiendo estabilizado sus emociones y fortalecido su espíritu, David no se puso a estudiar la situación para ver cómo podía salir de ella. Llamó al sa-cerdote para buscar de parte de Dios, una palabra específica para este grave revés. Sabía que, en última instancia, no importaba su propia opinión, ni tampoco la opinión de sus hombres. Sí era de extrema importancia recibir instrucciones del que verdaderamente controla todas las cosas. El resultado fue que David no solamente fue fortalecido, sino que también se le dieron los pasos apropiados para recuperar todo lo que habían perdido y se logró, de esta manera, una importante victoria para todo el grupo.
Aunque son momentos difíciles de transitar, no pierda nunca de vista que algunas de las lecciones más dramáticas e impactantes en la vida de sus seguidores vendrán cuando ellos tengan la oportunidad de observarlo en situaciones de crisis. Es allí donde aflorará lo mejor -o lo peor- que hay en su corazón.

Para pensar:

¿Cómo actúa en situaciones de crisis? ¿Cuáles de estas reacciones contribuyen a empeorar el problema? ¿Qué cosas puede hacer para manejarse con mayor sabiduría en tiempos de crisis?

martes, 17 de marzo de 2015

FOMENTAR EL CAMBIO

Aquel mismo día el faraón dio esta orden a los cuadrilleros encargados de las labores del pueblo y a sus capataces: De aquí en adelante no daréis paja al pueblo para hacer ladrillo, como hasta ahora; que vayan ellos y recojan por sí mismos la paja. Les impondréis la misma tarea de ladrillo que hacían antes, y no les disminuiréis nada, pues están ociosos. Por eso claman diciendo: «Vamos y ofrezcamos sacrificios a nuestro Dios». Éxodo 5.6–8

La respuesta del faraón al pedido de Moisés y Aarón no fue para nada alentadora. ¡Todo lo contrario! No solamente los expulsó del palacio, sino que también impuso una carga de trabajo absolutamente insoportable sobre los israelitas, quienes ya trabajaban en condiciones de gran dificultad. Ahora, debían producir la misma cantidad de ladrillos que antes, pero los egipcios ya no les proveerían la materia prima para hacerlo. Como era de prever, la reacción del pueblo hacia Moisés y Aarón se tradujo en un airado reproche. Las cosas ya habían estado mal antes de que llegaran estos dos para interceder por ellos. Ahora, sin embargo, estarían en una situación diez veces peor que la anterior. Frente a la condena unánime los dos líderes quedaron completamente aislados.
Quien estudia con cierto detenimiento la historia del pueblo de Israel durante este período, incluyendo su infortunado paso por el desierto, no puede dejar de observar las veces que los israelitas creyeron que hubieran estado mejor en Egipto. Frente a cada dificultad y obstáculo, la gente miraba para atrás y se acordaba de lo «bien» que habían estado en la tierra de su esclavitud.
Si tenemos en cuenta esta inclinación en ellos, podemos entender por qué el Señor permitió que la situación de los israelitas se deteriorara tan marcadamente luego de la intervención de Moisés y Aarón. Dios estaba preparando a su pueblo para el cambio. Muchas veces estamos en situaciones muy negativas. Pero una tendencia arraigada en los seres humanos nos lleva a aceptar con resignación nuestras circunstancias. Un dicho popular lo resume todo: «Más vale malo conocido que bueno por conocer». Dejamos de luchar y soñar por algo mejor. Nos abandonamos a la vida. Renunciamos hasta a la esperanza del cambio, y bien sabemos que cuando se ha perdido la esperanza, se ha perdido todo.
¡Lo increíble es que aun cuando hemos perdido la esperanza, nuestro Dios sigue luchando por nosotros! Recae sobre Su persona el enorme desafío de movilizar a quienes ya no tienen interés en moverse, ni en salir de su situación. ¿Cómo lo logra, entonces? Interviniendo de tal manera que nuestras circunstancias se deterioren aún más, hasta que el grado de incomodidad se torne intolerable y comencemos a desear el cambio. A veces, ¡esta es la única manera de movilizar a los que se han hundido en el pozo de la resignación! 

Para pensar:

Alguien ha observado que una «dificultad es, con frecuencia, una oportunidad no reconocida». ¿Cómo reacciona usted frente a las dificultades? ¿Qué cosas puede hacer para buscar en ellas las oportunidades que le traen? Propóngase crecer y avanzar en medio de las situaciones de crisis. ¡Bien puede ser que el que haya provocado la crisis sea Dios mismo! 


jueves, 12 de marzo de 2015

LA PRÁCTICA DEL SERVICIO

Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó. 
Juan 13.2–4

Hemos estado observando algunos detalles acerca del contexto de esta escena en la vida de los discípulos, el momento en que Cristo le lavó los pies a los discípulos. En el pasaje de hoy queremos concentrarnos en dos detalles adicionales.
En primer lugar queremos notar el grado de madurez que demuestra el gesto de Cristo. El paso necesario antes de realizar un acto de servicio hacia el prójimo es identificar la necesidad del otro. Cuando éramos niños, era necesario que nuestros mayores no solamente nos indicaran dónde existía una necesidad de servicio, sino que también nos obligaran a realizarla, porque nuestra perspectiva de la vida no incluía conciencia de servicio. Algunas personas nunca pasan más allá de esta etapa y, aun de adultos, no sirven a menos que otros los presionen para hacerlo. Pero los que han avanzado hacia un mayor grado de madurez, responden con gozo frente a la invitación de servir al prójimo, porque han entendido que este es uno de los privilegios que se le ha concedido a los que son de Cristo.
Existe, sin embargo, un tercer nivel de servicio. En este nivel no hace falta que otros nos indiquen las oportunidades para servir, ni tampoco que otros nos inviten a hacerlo. En este nivel vemos la necesidad de servicio antes que el otro diga algo. Cuando transitamos por los lugares donde desarrollamos nuestra vida cotidiana, estamos atentos a las oportunidades que se nos presentan en cada lugar. Cristo vio la necesidad de lavar los pies, e hizo algo al respecto.
Es esta segunda acción que queremos resaltar. Nadie puede servir a su prójimo desde la comodidad de un sillón. Tampoco es posible experimentar el gozo del servicio si uno se mantiene en la teoría de lo que es disponerse a suplir la necesidad del prójimo. El servicio no es tal hasta que se convierte en acciones concretas hacia los demás. Por esta razón, Cristo se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciño una toalla y, tomando agua, comenzó a lavarle los pies a los discípulos. Esta serie de acciones concretas son las que convirtieron su deseo de servir en realidad.
El servicio es una parte importante de nuestro rol como cristianos. Para cultivar este aspecto de nuestra vida, necesitamos pedirle a nuestro Padre celestial que abra nuestros ojos a las oportunidades que existen a nuestro alrededor, y también que nos movilice a hacer algo al respecto.

Para pensar:

¿Qué señales le alertan de que otra persona necesita de su servicio? ¿Cómo puede enseñarle sensibilidad a sus seguidores? ¿Qué actitudes son importantes para dar un buen ejemplo en el servicio?


miércoles, 11 de marzo de 2015

OPORTUNIDADES ORDINARIAS

Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó. 
Juan 13.2–4


Creo que todos nosotros tenemos algo de heroico en nuestro ser. En situaciones de crisis o de extrema necesidad, salimos al frente y servimos a nuestro prójimo. Recuerdo una situación personal, en la cual tuve que salir con una fuerte tormenta a buscar un medicamento para una persona que lo necesitaba con urgencia. Tomando mi bicicleta, pedaleé unos kilómetros bajo la lluvia torrencial para adquirir el medicamento necesario. ¡Encontramos en este tipo de situaciones hasta ciertos matices románticos! Nuestra vocación de siervos cambia, sin embargo, cuando estamos dentro de una escena netamente doméstica. Allí, nadie nos va a aplaudir, ni vamos a ser vitoreados por nuestros actos de servicio. Lo que hacemos simplemente forma parte del quehacer de todos los días. Es precisamente por la ausencia de alguna recompensa que nos cuesta tanto servir a los demás. Cristo se levantó durante la cena. Seguramente todos los discípulos habían notado que nadie les había lavado los pies cuando llegaron a la casa. Quizás se sentirían sucios e incómodos con los pies llenos de polvo y sudor. El Hijo de Dios fue el único que hizo algo al respecto.
En nuestra cultura latinoamericana, ¡cuán importante es para nosotros el momento en que nos sentamos a comer! Una vez que nos acomodamos en la mesa, ninguno quiere levantarse para buscar la sal, o traer algún otro elemento que falte en la mesa. Preferimos comer sin sal, ¡que levantarnos a buscar el salero!
El hogar, no obstante, ofrece las mejores oportunidades para servir. Abundan a cada instante. Y no solamente esto, sino que también es el lugar donde más podemos aprender acerca de lo que significa ser un siervo. Dentro del ambiente del hogar nadie nos va a dar una medalla por servir a nuestra familia. Tendremos que aprender lo que es servir, en situaciones donde el agradecimiento de los demás está implícito, pues no se expresa. Deberemos escoger el servicio cuando francamente nos gustaría más descansar o estar haciendo algo diferente. Tendremos también que aprender a ver las necesidades de los demás, sin que se nos pida que sirvamos.
Los beneficios de servir en estas situaciones son innumerables, y nuestro crecimiento personal será marcado a medida que respondemos a estas oportunidades. En nuestra tarea de formar a otros, tendremos también que mostrar el camino a transitar con nuestro propio ejemplo. Seguramente muchos nos estarán observando en estas situaciones, que tan poco «espirituales» nos parecen. Las más increíbles lecciones, sin embargo, pueden ser enseñadas desde este lugar.

Para pensar:

«La medida de la grandeza de una persona no está en el número de personas que lo sirven, si no en el número de personas a quienes sirve». P. Moody.

martes, 10 de marzo de 2015

Servicio desinteresado

Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón que lo entregara, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Juan 13.2–4

Uno de los elementos que frecuentemente entorpece nuestro deseo de servir a otros es nuestra tendencia natural a buscar algún beneficio personal en lo que hacemos por los demás. Por supuesto, ninguno de nosotros reconocería abiertamente la existencia de esta inclinación en nuestra vida. Quisiéramos creer que nuestro servicio es completamente desinteresado. Sin embargo, si permitimos que el Espíritu escudriñe con más cuidado nuestro corazón, probablemente salgan a luz ciertos intereses personales que nos sorprenderán.
En su relato de esta singular experiencia en la vida de los discípulos, Juan ya nos ha hecho notar algunas de las realidades espirituales que rodeaban el lavamiento de pies que realizó Jesús. En este versículo, añade que Cristo sabía «que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios y a Dios iba». Esta declaración tiene singular importancia para el tema que hoy nos concierne.
Jesús estaba por realizar un acto de servicio con connotaciones absolutamente domésticas. Desde una perspectiva personal, no había beneficio alguno en lo que se había propuesto hacer. No solamente esto, sino que Cristo era conciente de la verdadera dimensión de su autoridad espiritual: ¡el Padre había entregado todas las cosas en sus manos! Su origen era celestial, y su destino también era celestial. No le faltaba nada, ni tenía necesidad de cosa alguna.
Sabiendo que este acto no modificaría en nada su situación personal, ni traería algún resultado dramático a su ministerio, Cristo escogió hacer suya la responsabilidad reservada para los siervos de la casa. Es en esta decisión que encontramos la más genuina expresión de lo que significa servir. Muchas veces servimos a los que nos pueden demostrar gratitud, a los que nos pueden ayudar en nuestros proyectos, o a los que pueden añadir un poco de prestigio a nuestra vida. Rara vez, sin embargo, nos «rebajamos» a servir a aquellos que no tienen absolutamente nada que aportar a nuestra vida. Cristo escogió este camino, y en su ejemplo está parte del secreto de su grandeza. El servicio que verdaderamente impacta, es aquel donde dejamos de lado el prestigio y la autoridad de nuestra posición, y servimos simplemente por el gozo de servir.

Para pensar:

Oswald Chambers escribe: «El servicio es la manifestación visible de una superabundante devoción hacia Dios». Solamente podremos movernos correctamente en el servicio cuando es una expresión de la intensidad de nuestra relación con el Señor.

lunes, 9 de marzo de 2015

Amor que perdura

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasara de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Juan 13.1

¿Nunca se ha sentido cansado de amar a otra persona? Muchas veces, en situaciones de consejería pastoral, escucho a personas que dicen: «yo ya amé demasiado a esa persona». ¿Será posible afirmar que hemos amado demasiado a otra persona? ¿Existe alguna medida que, una vez superada, nos permite afirmar que nosotros ya hemos superado el nivel de amor requerido de un creyente? ¿Quién establece este nivel?
Cuando hacemos este tipo de afirmaciones, lo que estamos queriendo señalar es que hemos hecho muchas cosas en favor de la otra persona, pero hemos cosechado muy poco como resultado de nuestra inversión. Por supuesto, que la otra persona quizás también piense que ha hecho mucho y ha recibido muy poco a cambio de todo lo que ha hecho.
Juan nos dice que Cristo, habiendo amado a los suyos, «los amó hasta el fin». Qué contundente suena semejante afirmación. ¡Cuán débil parece nuestro propio esfuerzo a la luz de esta declaración! Jesús ciertamente no cosechó ni un décimo del fruto que tendría que haber cosechado según la inversión que había hecho. 
Seguramente él podría haber dicho que había amado demasiado a los suyos. Sin embargo, a pocas horas de morir, lo encontramos dedicado, con la misma consideración de siempre, a bendecir a sus discípulos.
La verdad es que el Mesías no medía el nivel de su inversión según la clase de retorno que recibía. Sus parámetros eran otros, y no dependían de la desigualdad que pudiera haber entre su propio esfuerzo y el de sus discípulos. El parámetro de lo que era correcto lo establecía el pacto que había hecho con el Padre. 
Este pacto descansaba sobre la distancia que estaba dispuesto a recorrer por los demás, una distancia que llegaba hasta la muerte misma. Su compromiso, por lo tanto, no dependía ni del reconocimiento, ni de la recompensa, ni de la respuesta de los que estaban a su alrededor. Era un compromiso unilateral, cuya medida había sido acordada con el Padre mismo.
He aquí, entonces, la verdadera dimensión del amor, no es un sentimiento, sino un compromiso. Un compromiso que está más allá del comportamiento de la otra persona o de las circunstancias en las que nos encontramos. Es un pacto que depende enteramente de nosotros mismos, y que nos debe llevar a un amor que no cesa nunca. Cristo mismo ilustra dramáticamente esta verdad cuando, colgado de la cruz, intercede por los que lo persiguen y pide misericordia por ellos.

Para pensar:

Como cristiano  necesita establecer esta clase de pacto con su gente. De no hacerlo, va a desistir de amarlos cada vez que lo desilusionan, lastiman o traicionan. El pacto que usted elabora no puede depender de ellos, sino del Dios al cual le ha hecho su voto de fidelidad. ¡Solamente él lo podrá mantener firme en su compromiso!

domingo, 8 de marzo de 2015

Vocación de siervo

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasara de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Juan 13.1

¿Se ha cruzado con personas que están pasando una gran tribulación personal? Son muy pocas las que poseen la capacidad de abstraerse de sí mismos, de no monopolizar la conversación para contar lo que les está pasando o encerrarse en una profunda indiferencia hacia los demás. No así con el Hijo del Hombre.
La agonía de la crucifixión no era desconocida para Cristo, aunque aún no había transitado por ese camino. Pero los Romanos habían introducido el cruel método de ejecución muchos años antes de que el Hijo de Dios caminara por esta tierra. Hemos de suponer, entonces, que Jesús había visto, en más de una ocasión, a los reos colgados de maderos en las inmediaciones de las ciudades de Israel. La verdadera magnitud de la prueba que lo esperaba, sin embargo, parecía haberse manifestado en toda su intensidad en la agónica lucha que se libró en Getsemaní. Allí, el Mesías confesó a sus más íntimos que se sentía angustiado hasta el punto de la muerte. ¿Cómo no dedicar, entonces, las horas y los días previos a esta titánica prueba para fortalecer el espíritu y concentrar los recursos espirituales? Si en algún momento alguna persona tuvo derecho a centrarse en sí mismo frente a una inminente crisis, esa persona fue Jesús. Hubiéramos entendido que, frente a semejante prueba, se hubiera mostrado distraído o melancólico.
Juan, sin embargo, nos hace notar que el evento que está por describir ocurre con el pleno conocimiento, por parte de Cristo, de que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre. Y ese paso le llevaría, irremediablemente, por la cruz. En este momento crucial de su vida, Cristo continuó pensando en sus discípulos, y no permitió que sus luchas personales lo distrajeran del compromiso de amarlos en todo momento y en toda circunstancia.
La lección que nos deja su ejemplo es clara: el verdadero amor no conoce situaciones personales que lo libra de la responsabilidad de expresarse en forma práctica en la vida de los que están a su alrededor. Todos hemos conocido situaciones donde una persona hospitalizada, con una enfermedad incurable, anima y bendice a los que la visitan para reconfortarla. Su ejemplo nos habla de una vocación que no conoce feriados, ni vacaciones, ni tampoco circunstancias en las cuales es lícito dejar de amar.
Esta vocación no es lo mismo que la esclavitud al servicio, tal como la que mostró Marta cuando el Mesías la visitó en su casa (Lc 10). Esta es otra cosa enteramente diferente. El que ama de verdad, sin embargo, ama en toda circunstancia, aun en medio de profundas pruebas personales.
Para pensar:
«El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, cesarán las lenguas y el conocimiento se acabará» (1 Co 13.8).

sábado, 7 de marzo de 2015

El lugar de las definiciones

Considerad, pues, a aquel que soportó tal hostilidad de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni os desaniméis en vuestro corazón. 
Hebreos 12:3


La analogía que está usando el autor de Hebreos para ayudarnos a entender la dinámica de la vida cristiana, es la de una maratón, una carrera larga que tiene una distancia de unos 42 km. Deja varias recomendaciones acerca de cuál es la forma en que mejor se puede correr esta carrera. En el devocional de hoy queremos concentrarnos en el secreto de no cansarnos ni desanimarnos en nuestros corazones.
El autor, como lo hizo en el versículo anterior, nos anima a fijar la vista en el ejemplo del Hijo de Dios. La carrera no fue fácil para el Mesías. En el camino le hizo frente a cuestionamientos, oposición, ridiculización, incomprensión, agresión y, finalmente, traición y abandono. Todo esto hubiera sido más que suficiente para descarrilar la vida de aun el más fuerte. Mas Cristo, lejos de desanimarse, prosiguió hacia la meta con esa singularidad de propósito que caracteriza a los verdaderamente grandes. El secreto de su éxito estaba en que entendía que toda conquista se logra primeramente en el corazón.
Un buen atleta sabe que al menos la mitad de una carrera se gana con la actitud, y le da tanta importancia a la preparación mental como a la física. Puede poseer un estado físico envidiable, capaz de grandes hazañas en el deporte que practica. Pero la batalla a menudo se gana o se pierde en los lugares escondidos del ser interior del deportista. Si en su corazón siente que no tiene posibilidades frente a sus rivales, poseyendo mayores aptitudes deportivas que ellos, entonces de seguro perderá.
Como líderes, debemos tener absoluta claridad acerca de la verdadera batalla que enfrentamos. El conocido autor cristiano, Charles Swindoll, ha observado: «Estoy convencido que el 10% de la vida consiste en las cosas que nos pasan; el otro 90% de la vida depende de la manera que reaccionamos a lo que nos pasa». Las definiciones cruciales en esta vida tomarán lugar en el corazón, donde siempre está presta la carne para manifestarse con seductoras sugerencias. Nuestros peores problemas no están a nuestro alrededor, sino escondidos en nuestro ser interior. «Porque del corazón salen malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas son las cosas que contaminan al hombre» (Mt 15.19–20).

Para pensar:

Pablo señaló que uno de los elementos cruciales para una vida victoriosa consistía en la renovación de la mente. «No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» le escribía a los Romanos (12.2). ¿Qué tipos de pensamientos ocupan su mente durante el día? ¿Cuáles son los que producen en usted desánimo? ¿Cuáles le estimulan a continuar en la batalla a la cual ha sido llamado? ¿Qué cosas puede hacer para traer mayor disciplina a su vida en esta área?

viernes, 6 de marzo de 2015

Los ojos en la meta

Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Hebreos 12.2


Hemos estado considerando las exhortaciones del autor de Hebreos, quien nos anima a pensar en la analogía de una maratón (una carrera de unos 42 km. de distancia) para entender las dinámicas de la vida cristiana. En nuestro versículo de hoy, queremos pensar en lo que inspira al corredor.
La competencia de la maratón estaba basada en la odisea del joven soldado griego que corrió una gran distancia, después de la batalla de Maratón, para informar acerca de los resultados de aquel enfrentamiento. Ser el ganador de semejante competencia era un asunto de enorme prestigio, no solamente porque el atleta demostraba sus extraordinarias aptitudes físicas, sino también porque el campeón era identificado con aquel primer héroe de esta singular historia.
En las carreras modernas, la largada muchas veces está en el mismo lugar de la llegada. Antes de correr, cada corredor echa un vistazo al podio y, por unos segundos, sueña con las sensaciones de estar subido allí, en lo más alto del escenario, aplaudido y elogiado por el público que lo reconoce como el mejor entre sus pares. Tal sueño, aun cuando no es más que un pensamiento fugaz en los minutos previos a la carrera, actúa como poderoso estimulante para cada uno de los deportistas. Aun los menos preparados acarician el sueño placentero de cruzar la meta, para sentir que todo el esfuerzo valió la pena. Durante la carrera, habrá muchos momentos difíciles en los cuales el deportista luchará con el deseo de abandonar. En estas instancias, los mejores atletas convocan otra vez la imagen del glorioso momento de llegada y buscan recuperar fuerzas como un anticipo de la gloria que vendrá.
El autor de Hebreos usa como excelente ilustración a Jesús. Su momento de máxima crisis fue en Getsemaní. Allí le confesó a sus discípulos el fuerte deseo de «abandonar la carrera». «Mi alma está muy triste» les dijo, «hasta la muerte» (Mt 26.38). Se apartó y se concentró en la intensa batalla que se había apoderado de su corazón, una batalla entre el deseo de hacer la voluntad del Padre y el deseo de hacer la voluntad propia. Finalmente, logró lo que hacía falta para seguir en carrera: quitó los ojos de la cruz y la inminente agonía de la muerte, para fijar su vista en algo que lo inspiraba plenamente. Esto era el gozo del momento de reencuentro con su Padre celestial.
Como líder, usted necesita tener los ojos puestos en algo más inspirador que las circunstancias en las cuales se encuentra. Quizás sea el cumplimiento de una Palabra que el Señor le dio. Quizás sea la realización de una visión que recibió. O bien podría ser la finalización de un proyecto que traerá gloria a Su nombre. Sea cual sea el tema, esto lo inspirará y animará a seguir adelante cuando ya las fuerzas parezcan desvanecerse.

Para pensar:

¿En qué cosas tiene los ojos puestos la mayor parte del tiempo? ¿Qué cosas tienden a desanimarlo? ¿Qué cosas lo inspiran? ¿Qué pasos debe dar para fijar con mayor frecuencia sus ojos en aquello que lo inspira?

jueves, 5 de marzo de 2015

Pacientes hasta el fin

Por tanto, puesto que tenemos en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante. Hebreos 12.1 (LBLA) 



La analogía que está usando el autor de Hebreos, para ayudarnos a entender las dinámicas de la vida cristiana, es la de una maratón, una carrera de 42 interminables km. Entre otras cosas, nos exhorta a correr «con paciencia» la carrera que tenemos por delante.
Es el apóstol Santiago el que nos anima a tener gozo en medio de las dificultades, sabiendo que uno de los resultados más importantes de este trato especial de Dios es que lleguemos a tener paciencia. ¡Y qué cualidad tan importante es esta virtud! Por falta de paciencia Abraham engendró un hijo con Hagar. Por falta de paciencia José intentó salir de la cárcel, apelando a la ayuda del copero. Por falta de paciencia, Moisés mató al egipcio y debió huir al desierto. Por falta de paciencia, Pablo descartó al joven Marcos.
La maratón es una de las pocas disciplinas donde no ser joven es una definitiva ventaja. Los grandes corredores a nivel mundial, no son los atletas de 18 o 20 años, como lo pueden ser en otros deportes. La edad promedio de los campeones está más cerca de los 35 años. ¿Por qué? Porque el joven carece de ese elemento que es indispensable para correr una carrera de larga distancia: el saber medirse y llevar el ritmo necesario para llegar a la meta. He participado de varias maratones donde jóvenes entusiastas largan la carrera como si fueran hasta la esquina para comprar pan. La carrera, sin embargo, dura varias horas, y nadie podrá completarla si no lleva el ritmo adecuado.
Encontramos una lección importante en este aspecto de la analogía. En la vida hay muchas personas que comienzan su experiencia espiritual con gran fuego y pasión. En poco tiempo se elevan a alturas poco frecuentes en otros de más experiencia. Deslumbran con lo atrevido de su recorrido. Pocos, sin embargo, pueden mantener este ritmo por largo tiempo. La mayoría, cae de la misma manera que subieron: estrepitosamente.
El líder maduro sabe que la carrera es larga. No se siente intimidado por otros que en poco tiempo parecen avanzar mucho más en la vida cristiana. El premio no es para los que salen con grandes despliegues de energía, sino para aquellos que, con un ritmo pausado pero constante, llegan a cruzar la meta final.
Impóngale a su vida ministerial un ritmo seguro, cuidando sus recursos, porque en el momento de mayor cansancio va a necesitar de las reservas que no gastó cuando se sentía con toda la energía y la pasión de los que recién inician la carrera. Este es el secreto de los grandes corredores. Cuando el cuerpo les dice que pueden ir más rápido, lo frenan. Saben que más adelante lo que ahorraron en esfuerzo será crucial para terminar la prueba.

Para pensar:

San Agustín, alguna vez observó: «La paciencia es la compañera de la sabiduría». Los apurados rara vez tienen tiempo para aprender las lecciones necesarias para el éxito. ¿Qué cosas producen en usted impaciencia? ¿Qué reacciones afloran en situaciones donde le falta paciencia? ¿Cómo puede hacer para crecer en paciencia?



lunes, 2 de marzo de 2015

Correr juntos

Por tanto, puesto que tenemos en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante. Hebreos 12.1 (LBLA)


El autor de Hebreos, como tantos de los grandes maestros de la Palabra en las Escrituras, escoge una analogía para ayudarnos a entender los desafíos que presenta la vida espiritual. Esta analogía, que seguramente era conocida para muchos de los lectores, es la de una carrera: la maratón. La prueba deportiva, inspirada en la hazaña de un guerrero griego, consistía en correr una gran distancia (en la actualidad son 42 km.) sin desmayar. Pensando en los diferentes requerimientos que tenía la prueba, el autor identifica los aspectos que son necesarios para correr bien en la vida a la cual hemos sido llamados.
El primer elemento que señala el autor es que estamos rodeados de una «gran nube de testigos». Esto hace referencia al capítulo anterior, donde hay una larga lista de héroes que ya corrieron la carrera. Entre ellos se menciona a Abel, Enoc, Abraham, Sara, Isaac, Jacob, José, Moisés, Rahab, Gedeón, Barac, Sansón, Jefté y David. El tiempo le faltaba al autor para hablar de innumerables otros triunfadores, que «siendo débiles, fueron hechos fuertes» (Heb 11.34).

De esta manera, el autor desea animar nuestro corazón en cuanto a la vida que tenemos por delante. El camino nos presenta muchos desafíos y gran cantidad de contratiempos. A veces podemos llegar a creer que es imposible avanzar, y nos sentimos tentados a resignarnos. Pero se nos recuerda que una gran nube de testigos corrió la carrera antes que nosotros y, además, ¡la terminaron con éxito!
Por otro lado, el comentario del autor implica que la carrera no debe correrse solo. En la carrera moderna, los buenos atletas siempre corren en equipo. Con un ritmo disciplinado, se turnan en compartir los rigores de imponer el ritmo adecuado al grupo, un aspecto crucial para ganar la carrera. A la vez, se animan y alientan entre ellos, porque el grupo genera mayor fuerza que el individuo.
Muchos pastores y líderes sufren la soledad del ministerio. No cabe duda que el pastor transita un camino que tiene aspectos solitarios. Pero también es verdad que la soledad de muchos líderes es auto-impuesta. No se dan permiso para cultivar la clase de relaciones profundas que animan y alimentan la vida espiritual de cada uno de nosotros. Desprovistos de este apoyo vital, son presa fácil para el desánimo, y muchas veces comienzan a verse como víctimas, poco comprendidos por los demás. El líder sabio, sin embargo, entiende que todo cristiano necesita de compañeros que corran a la par de él.

Para pensar:

¿Quiénes son sus compañeros de carrera? Si tiene que tomarse un momento para pensar en quienes son, es porque usted está caminando solo. Los compañeros de mi equipo deben ser una parte íntima de mi vida. ¿Por qué no comienza a orar para que Dios le dé esta clase de amigos? Parte de la riqueza de su vida espiritual está en manos de estos compañeros, y usted no lo descubrirá hasta que camine con ellos.