martes, 28 de abril de 2015

LA ELOCUENCIA DE LA CRUZ

No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. 1 Corintios 1.17

Cuando yo era seminarista, una de las materias que tuve que cursar fue homilética, o el «arte de predicar». Es indudable que pasar tiempo con un profesor ya experimentado en la proclamación de la Palabra fue de mucho beneficio. Me ayudó a ganar confianza, a identificar errores y hábitos que entorpecían la comunicación, como también a incorporar técnicas que hicieran más eficiente y atractiva la tarea de predicar.
Junto a estos beneficios, sin embargo, llegó también la inevitable tendencia a prestarle más atención que la necesaria a la elocuencia de la retórica. El énfasis en la importancia de la preparación cuidadosa del mensaje muchas veces pasaba por una meticulosa observación de los detalles: las ilustraciones, los puntos del bosquejo, la motivación, el tono de voz, los silencios, la lógica del argumento, etcétera. Sin darme cuenta, los detalles pasaron a dominar todo.

El testimonio concreto de que había errado el camino no tardó en mostrarse. Habiendo completado la materia, ya no podía escuchar la predicación de la Palabra sin hacer una evaluación crítica del «estilo» del predicador. ¿Usó suficientes ilustraciones? ¿Fueron claros los puntos de su presentación? ¿Los versículos que citó apoyaban su argumento? ¿Realizó la conclusión en forma esmerada y apelativa? Todas estas preguntas -y muchas otras- me habían robado la sencillez de recibir con mansedumbre la Palabra de Dios. Ya no era un discípulo deseoso de ser ministrado por las Escrituras, sino un ¡técnico analista en comunicación!

Tristemente, después de más de veinte años de predicación, noto que algunos predicadores nunca superan esta etapa. Han dedicado un tiempo desmedido a pulir estos aspectos secundarios en su oratoria. El afán por cultivar la elocuencia delata, sin que se den cuenta, un secreto en sus vidas. El asombroso poder de Dios, demostrado en la muerte de Cristo, no está impactando sus vidas y produciendo en ellos esa maravillosa transformación que trasciende las palabras. La convicción de que la cruz de Cristo, de por sí, tiene poco atractivo se ve a cada instante en sus prédicas. Por esta razón es necesario «embellecerla» con una elocuencia elaboradamente compleja.
Si usted está en el ministerio de la proclamación de la Palabra, ¡no deje que su elocuencia se le vaya a la cabeza! El apóstol Pablo descartaba este estilo por causa de su inmensa reverencia hacia la cruz de Cristo. En la versión Dios habla hoy, el versículo de hoy está traducido: «Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a anunciar el evangelio, y no con alardes de sabiduría y retórica, para no quitarle valor a la muerte de Cristo en la cruz». Como predicadores, debemos pulir el don que Dios nos ha dado. Pero no nos confundamos: ¡No es nuestra «técnica» la que toca los corazones! Es el poder de la cruz. Evitemos, entonces, quitarle brillo, esforzándonos por mantener en nuestras predicaciones un estilo sencillo y sin demasiados adornos.

Para pensar:

«Pues el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder» (1 Co 4.20). 
¡Qué maravillosa verdad para recordar cada vez que nos acercamos al púlpito!


lunes, 27 de abril de 2015

ATRAPADO SIN SALIDA

Al oir la mujer de Urías que su marido Urías había muerto, hizo duelo por él. Pasado el luto, envió David por ella, la trajo a su casa y la hizo su mujer; ella le dio a luz un hijo. Pero esto que David había hecho fue desagradable ante los ojos de Jehová. 2 Samuel 11.26–27

David se había acostado con la mujer de su prójimo y, como suele ocurrir en estas situaciones, ella quedó embarazada. El capítulo entero relata los desesperados intentos del rey por esconder el pecado que había cometido. Al enterarse que Betsabé estaba encinta, debe haber pasado horas -quizás días- agonizando acerca de cómo deshacer lo que había hecho. Primeramente optó por lo más fácil: traer del frente de batalla a Urías, con la esperanza de que este se acostara con su esposa. ¿Cómo podía fallar un plan tan sencillo y apetitoso para este varón que había estado mucho tiempo alejado de casa? David, sin embargo, no tomó en cuenta el sentido de deber que tenía Urías, quien rehusó bajar a su casa mientras el ejército estaba de campaña.
Exasperado, extendió los días del retiro para el oficial y le invitó a un banquete donde le dio abundante bebida. ¡Seguramente que en estado de ebriedad no se aferraría a sus convicciones! Mas Urías permaneció firme en su postura.
No hay duda de que el rey desesperaba, porque en cualquier momento se podía descubrir la condición de la esposa de Urías. La desesperación eventualmente llevó a David a contemplar lo impensable: darle muerte al joven oficial. Lo planificó con cuidado y dio las órdenes necesarias.
Las siguientes semanas deben haber llevado la agonía interior de David a niveles intolerables. Betsabé avanzaba en su condición de mujer embarazada y no llegaban noticias de la muerte de Urías. Finalmente, sin embargo, le confirmaron de que su despreciable plan había dado resultado: el hombre de honor, que había honrado a sus compañeros y a su rey, estaba muerto. Rápidamente la pareja cumplió con las formalidades del caso, y luego completaron lo que habían comenzado meses atrás: se convirtieron en marido y mujer.

Si usted ha podido sentir el agobio de David, producto de las interminables intrigas del caso, no le costará imaginarse el alivio que ahora experimentaba. ¡Finalmente había podido resolver la situación!
Es al final de esta historia que nos encontramos con esta frase: «Pero esto que David había hecho fue desagradable ante los ojos de Jehová». ¡Qué necia que es nuestra perspectiva de las cosas! ¡Cuán limitado es nuestro entendimiento de las verdaderas dimensiones del pecado! Vemos solamente lo que está relacionado con este mundo y ponemos todo nuestro empeño en acomodar lo visible. Buscamos, por medio de argumentos, razonamientos complicados y explicaciones interminables convencer a los demás que nuestro pecado en realidad nunca ocurrió. No percibimos que las consecuencias más graves, no son las terrenales, sino las espirituales. Cuántas dificultades nos evitaríamos si pudiéramos percibir lo que significa nuestro pecado para el Señor. David había acomodado sus circunstancias. Obtuvo paz por unos días, pero su calvario recién comenzaba.

Para pensar:


Pecar es grave. Pero aún más grave es querer encubrir lo que hemos hecho. Dios es un espectador permanente de nuestros actos. Lo ve todo. Escojamos el camino corto y más fácil: confesemos rápidamente nuestro pecado y disfrutemos de su perdón.


COMO VENCER LA TENTACION

A veces puedes sentir que una tentación es demasiado insoportable, pero eso es una mentira de Satanás. Dios ha prometido que nunca permitirá que haya más sobre ti que lo que te pone dentro para vencerla.

Él no te permitirá ninguna tentación que no puedas superar.

Sin embargo, también debes hacer tu parte practicando ciertas claves bíblicas para derrotar la tentación, una de ellas es concentrar tu atención en algo diferente.

Te sorprenderá saber que en ninguna parte de la Biblia se nos dice que debemos “resistir la tentación”. Se nos dice que “resistamos al diablo (Santiago 4:7), pero eso es muy distinto. En cambio, se nos aconseja que volvamos a enfocar nuestra atención porque resistir un pensamiento no resulta. Sólo intensifica nuestro enfoque en lo malo y fortalece su fascinación.

Permíteme explicarte algo sobre la tentación

Cada vez que intentas bloquear un pensamiento en tu mente, lo grabas más profundo en tu memoria. Cuando lo resistes, en realidad lo refuerzas. Esto resulta especialmente cierto en el caso de la tentación. No la derrotas luchando contra los sentimientos que te produce. Cuanto más luchas contra un sentimiento, tanto más te consume y controla. Realmente lo fortaleces cada vez que piensas en él.

Dado que la tentación siempre empieza con un pensamiento, la manera más rápida para neutralizar su fascinación es concentrarte en otra cosa. No luches contra ese pensamiento, simplemente cambia el cauce de tu mente y procura interesarte en otra idea. Este es el primer paso para derrotar la tentación.

La batalla contra el pecado se gana o se pierde en la mente.

Cualquier cosa que atrape tu atención te atrapará a ti. Por eso Job dijo: “Hice un pacto con mis ojos para no mirar con lujuria a ninguna mujer joven”, Job 31:1. Y el salmista oró: “Guárdame de prestar atención a lo que no tiene valor”, Salmos 119:3.

¿Alguna vez viste un anuncio comercial en la televisión promocionando una comida y de repente sentiste hambre? ¿Has oído toser a una persona alguna vez e inmediatamente sientes la necesidad de aclarar la garganta? ¿Alguna vez viste a una persona abriendo la boca en un gran bostezo y enseguida sentiste ganas de bostezar también? (¡Es posible que estés bostezando ahora mismo mientras estás leyendo esto!) Ese es el poder de la sugestión. En forma natural nos acercamos a cualquier cosa en la que nos concentremos. Cuanto más pienses en algo, tanto más fuerte te retendrá.

Por esa razón la repetición de “debo dejar de comer demasiado… o dejar de fumar… o dejar la lujuria” es una estrategia de derrota. Te mantiene enfocado en lo que no quieres. Es como si anunciaras: “Yo nunca voy a hacer lo que hizo mi madre”. Te estás preparando para repetirlo.

La mayoría de las dietas no resultan porque lo mantienen a uno pensando en la comida todo el tiempo, garantizando que tendremos hambre. Del mismo modo, un orador que se repite a sí mismo todo el tiempo: “¡No te pongas nervioso!” ¡Se prepara para ponerse nervioso! En cambio debería concentrarse en cualquier otra cosa excepto en sus sentimientos: en Dios, en la importancia de su discurso o en las necesidades de sus oyentes.

La tentación empieza por captar tu atención.

Lo que capta tu atención estimula tu deseo. Después tus deseos activan tu conducta, y actúas con base en lo que sentiste. Cuanto más te concentres en “No quiero hacer esto”, tanto más fuerte te atraerá hacia su red.

Hacer caso omiso de una tentación es más eficaz que luchar contra ella. En cuanto tu mente está en otra cosa, la tentación pierde su poder. Así que, cuando la tentación te llame por teléfono, no discutas con ella, ¡simplemente cuelga!

A veces esto significa dejar físicamente una situación tentadora. Hay ocasiones en que lo correcto es huir. Levántate y apaga la televisión. Aléjate de un grupo que está contando chismes. Abandona el cine en medio de la película. Para que las abejas no te piquen, quédate lejos del enjambre. Haz lo que sea necesario para concentrarte en otra cosa.

Desde el punto de vista espiritual, nuestra mente es el órgano más vulnerable. Para reducir la tentación, mantén tu mente ocupada con de Dios y otros pensamientos buenos. Los pensamientos malos se derrotan pensando en algo mejor. Este es el principio del reemplazo. Vence el mal con el bien (Romanos 12:21). 

Satanás no puede llamarnos la atención cuando nuestra mente está preocupada con otra cosa. Por eso nos aconseja repetidas veces que mantengamos nuestras mentes enfocadas: “Consideren a Jesús”, Hebreos 3:1. “Siempre piensen en Jesucristo”, 2 Timoteo 2:8. “Llenen sus mentes de las cosas que son buenas y que merecen alabanza: cosas que son verdaderas, nobles, correctas, puras, encantadoras, y honorables”, Filipenses 4:8.

Si realmente quieres derrotar la tentación, debes organizar tu mente y monitorear tu consumo de los medios de información. 

El hombre más sabio que haya vivido jamás, advirtió: 

Ten cuidado cómo piensas; tu vida está moldeada por tus pensamientos (Proverbios 4:23)

No permitas que la basura entre a tu mente indiscriminadadmente. Sé selectivo. Escoge con cuidado en qué cosas vas a pensar. Sigue el modelo de Pablo:

Llevamos cautivo todo pensamiento y hacemos que se rinda y obedezca a Cristo (2 Corintios 10:5)

Esto requiere una vida práctica, pero con la ayuda del Espíritu Santo puedes reprogramar tu manera de pensar.


QUEBRANTAMIENTO ESPIRITUAL

Esté ahora atento tu oído y abiertos tus ojos para oir la oración de tu siervo, que hago ahora delante de ti, día y noche, por los hijos de Israel, tus siervos. Confieso los pecados que los hijos de Israel hemos cometido contra ti; sí, yo y la casa de mi padre hemos pecado. En extremo nos hemos corrompido contra ti y no hemos guardado los mandamientos, estatutos y preceptos que diste a Moisés, tu siervo. Nehemías 1.6–7


El clamor de Nehemías es uno de los mejores ejemplos que tenemos en las Escrituras de lo que es la oración. En ella encontramos expresados los grandes temas que son parte de una verdadera comprensión del mundo espiritual en la que nos movemos. Sirve como modelo para nuestras propias oraciones. No obstante, si bien podemos copiar e imitar diferentes aspectos de esta oración, la verdad es que vemos en ella el corazón de un hombre que había sido quebrantado por el Espíritu de Dios, y esto no puede ser copiado.
Quisiera concentrarme en un aspecto de este quebrantamiento espiritual; tiene que ver con la confesión de pecados que hace Nehemías. Es común entre nosotros escuchar fogosas denuncias de los pecados que han cometido otros, o de los pecados que son parte de la iglesia en general. Estas denuncias van acompañadas de cierto tono de superioridad, pues los que las realizan se sienten libres de estos mismos pecados.

Este tipo de denuncia no viene del Espíritu. Cuando una persona realmente ha sido quebrantada por Dios, no habla del pecado de «ellos», sino del pecado de «nosotros». Nehemías no había vivido durante la época de extrema dureza espiritual que eventualmente produjo la invasión de Israel y el exilio de sus habitantes. Sin embargo, Nehemías ora por el pecado que «yo y la casa de mi padre» hemos cometido contra ti. El copero del rey había reconocido que la misma semilla de rebeldía y dureza de corazón que había existido en la vida de sus antepasados también se encontraba en su propio corazón.
Esta percepción espiritual del pecado es también la que tuvo Isaías cuando vio al Señor sentado en su santo templo. No exclamó: «Ay de mí, porque habito en medio de un pueblo inmundo!» Más bien exclamó: «¡Ay de mí...! siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos» (Is 6.5). La magnífica revelación de la grandeza y santidad de Dios le permitió ver que el pecado había contaminado por completo no solamente la vida de los demás, sino también la suya.
Cómo líder usted debe saber que las airadas denuncias de pecado en los demás rara vez producen cambios. Al contrario, los que las escuchan se sienten agredidos y condenados. Cuando estas mismas personas ven, sin embargo, que usted está quebrantado por el pecado en su propia vida primeramente, se sentirán también impulsados a buscar la purificación de parte de Dios. Y este tipo de quebranto es producto de estar en la presencia de Aquel que es luz y santidad.

Para pensar:

¿Cómo reacciona frente al pecado de los demás? ¿Qué revela esto acerca de la clase de persona que usted es? ¿Cuánto tiempo le dedica a la confesión de sus propios pecados?
¿Cuánto tiempo le dedica a la confesión de sus propios pecados?

viernes, 17 de abril de 2015

ORACIONES DE EMERGENCIA

Pero Jehová tenía dispuesto un gran pez para que se tragara a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches. Entonces oró Jonás a Jehová, su Dios, desde el vientre del pez. Jonás 1.17, 2.1


Muchos de nosotros tenemos una vida de oración que podría bien estar acompañada de un cartel que diga: «¡úsese solamente en casos de emergencia!» Son estas las oraciones que se elevan cuando la crisis ha llegado a tal estado que ya no nos queda otra salida que mirar hacia los cielos y clamar que Dios intervenga. En su misericordia, él muchas veces responde, pero nosotros no recibimos otra cosa que eso: una respuesta a nuestro problema.
Pensar en la oración en estos términos es tener una perspectiva muy limitada acerca de este aspecto sagrado de la vida espiritual. Es, sin embargo, un concepto arraigado en nosotros. El resultado es que nuestras oraciones se asemejan a la lista que elaboramos cuando vamos de compras. Elevamos nuestros pedidos al cielo y luego seguimos por nuestro camino.
«La verdadera oración», decía el gran San Agustín, «no es otra cosa que el amor». Sobre este tema Richard Foster, en su libro La oración, escribe: «Hoy el corazón de Dios es una herida abierta de amor. Él se duele por nuestra distancia y nuestras preocupaciones. Se lamenta que no nos acercamos a él. Se lamenta porque nos hemos olvidado de él. Llora por nuestra obsesión con lo mucho. Anhela nuestra presencia».
Estas frases nos acercan a lo que es la verdadera naturaleza de la oración. 

¿Piensa que la única razón por la que Jesús se apartaba con frecuencia a lugares solitarios era para pedir cosas de Dios? Claro que no, ¿verdad? Necesitaba disfrutar de esa amistad transformadora que resulta de los momentos de intimidad con el Padre, y que son mediados por la oración. Seguramente por esta razón los discípulos se acercaron y le pidieron que les enseñara a orar (Lc 11.1–11). No es que no sabían elevar peticiones a Dios, sino que carecían de entendimiento acerca del verdadero misterio que llamamos oración. Discernían en Cristo una dimensión espiritual en la vida de él, que faltaba en ellos.

¡Qué fácil es para nosotros, sumergidos en la vorágine del ministerio, convertir la oración en una lista de peticiones para sacarnos de apuros! El Señor, sin embargo, nos invita a ingresar a otra clase de experiencia. Por esta razón Jesús decía que, cuando oramos, debemos encerrarnos en nuestro cuarto interior (Mt 6.6). Nadie cierra la puerta de su habitación si tiene intención de salir al minuto de haber entrado. Más bien, Cristo vislumbraba un tiempo de intimidad con el Padre en el cuál el resultado principal era que él nos transformaba a nosotros por medio de nuestras oraciones. ¡Todos necesitamos caminar por este camino!

Para pensar:

¿Se anima a hacer suya esta oración?: «Oh mi Dios, Trinidad que adoro, ayúdame a desentenderme por entero de mí mismo, para instalarme en ti, inmóvil y pacífico, como si mi alma residiera ya en la eternidad. Que nada pueda perturbar mi paz ni desligarme de ti, Oh mi Inmutable, y que a cada minuto me hunda más profundamente en tu Misterio. Amén.» I. Larrañaga.


jueves, 16 de abril de 2015

A PESAR NUESTRO

Entonces clamaron a Jehová y dijeron: «Te rogamos ahora, Jehová, que no perezcamos nosotros por la vida de este hombre, ni nos hagas responsables de la sangre de un inocente; porque tú, Jehová, has obrado como has querido». Tomaron luego a Jonás y lo echaron al mar; y se aquietó el furor del mar. Sintieron aquellos hombres gran temor por Jehová, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos. Jonás 1.14–16
                                               
Hemos estado mirando la vida de este siervo involuntario del Señor, Jonás. Su vida como profeta no comenzó con el aire romántico que a veces queremos atribuirle a los que sirven a Dios. No le gustó la misión que se le había dado; creyó estar a salvo huyendo de su presencia y, cuando todo estaba perdido, decidió echarse al mar para acabar de una buena vez con el asunto. No tenemos en este cuadro la imagen de un líder consagrado e inspirador, cuya vida ejemplifica la calidad de servicio que queremos que nuestra gente imite.
Lo increíble de este relato es que Dios usó a este hombre a pesar de sus actitudes y comportamientos. En el pasaje de hoy notamos dos resultados de la crisis de Jonás. En primer lugar, los marineros reconocían que Jehová había hecho como él quería. No es poca cosa este descubrimiento. Existe una declaración implícita de la soberanía de Dios sobre todo, hallazgo que es indispensable para dar el paso de someterse a sus designios.
En segundo lugar, al echar al mar a Jonás, vieron que las palabras del «profeta» habían sido acertadas: las aguas inmediatamente se aplacaron y sobrevino una gran calma sobre la castigada embarcación de los marineros. Este acontecimiento llevó a que aquellos hombres temieran a Jehová, le ofrecieran sacrificios, e hicieran votos. Somos testigos, entonces, de la conversión de estos hombres paganos, que han comprobado que la manifestación de poder de Jehová es superior a la de cualquier dios que jamás hayan conocido.
El incidente debe animar el corazón de todos los que estamos sirviendo al pueblo de Dios en diferentes ministerios. La lección es clara. El Señor se ha propuesto bendecir a los que él desea. Nosotros somos invitados a colaborar con este proyecto celestial y muchas veces nos es concedido el privilegio de ser sus instrumentos. Lo que es especialmente digno de notar, sin embargo, es que el Señor a veces bendice ¡a pesar de nuestros esfuerzos! Cometemos errores, desobedecemos, a veces hacemos las cosas de mala gana; a pesar de todo esto su gracia se derrama y el pueblo es bendecido de todas maneras.
¿Cómo no agradecerle esta sobreabundante manifestación de gracia? No es para que digamos: «la verdad, no importa cómo hagamos las cosas porque igualmente él va a lograr su cometido». De ninguna manera, pues es esta la más pobre manifestación de servicio. Hemos sido llamados a la excelencia y a eso debemos aspirar. No obstante, nos alivia el corazón saber que nuestras debilidades y flaquezas están cubiertas por su gracia. ¡Bendito sea su nombre!

Para pensar:

«No puedes ser demasiado activo en lo que a tus propios esfuerzos respecta; no puedes ser demasiado dependiente en lo que a gracia divina respecta. Haz todas las cosas como si Dios no hiciera nada; depende del Señor como si él lo hiciera todo». J. A. James.

lunes, 13 de abril de 2015

LA HORA DE DEFINICIONES

 Como el mar se embravecía cada vez más, le preguntaron: «¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete?» Él les respondió: «Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará, pues sé que por mi causa os ha sobrevenido esta gran tempestad». Jonás 1.11–12


No podemos saber exactamente en qué pensaba Jonás cuando le dijo a los marineros que lo tomaran y echaran al mar. De seguro que no sabía absolutamente nada del gran pez que Dios enviaría a rescatarlo, pues el Señor estaba manejando esto a solas. Lo que sí vemos es que la convicción de pecado lo había llevado a asumir la responsabilidad por la tormenta que azotaba la embarcación. Aun poseía suficiente discernimiento para entender que esto era algo que él mismo había provocado.
No obstante, su independencia persiste. Lo apropiado hubiera sido que clamara a Dios por misericordia, confesando su pecado y declarando su voluntad de hacer lo que se le había encomendado. Mas Jonás no discernía el corazón misericordioso de Dios y entendía que, una vez desviado, no tenía solución su pecado. Perdido por perdido, decidió tirarse al mar y enfrentarse a una muerte casi segura.

¿Alguna vez, como cristiano, se ha encontrado luchando con sentimientos similares? Parece que nuestros pecados pesan más cuando estamos involucrados en ministrar al pueblo de Dios. Quizás, al estar en el ojo público, nos acosa con mayor fuerza el sentimiento de vergüenza por lo que hemos hecho. De todas maneras, en ocasiones hemos contemplado el abandonarlo todo, porque sentimos que nuestro pecado ha acabado con la posibilidad de seguir siendo útiles en las manos de Dios. Al igual que Pedro, pensamos seriamente en volver a nuestras redes.
Esta forma de pensar es una de las razones por las cuales practicamos tan poco la confesión. El enemigo de nuestras almas se encarga de trabajar en nuestras mentes para que creamos que los pecados que hemos cometido no tienen arreglo. El gran «gancho» por el cual nos mantiene atrapados es la culpa. Creemos que Dios ya no podrá escucharnos, porque nuestra maldad no tiene arreglo. Convencidos de esta realidad, entramos en la desesperación y procuramos ponerle fin a nuestra miserable existencia.
El gran estorbo a nuestra relación con Dios no es lo abominable de nuestro pecado, sino los requisitos que nosotros mismos nos imponemos para venir a él. Nuestro pecado es una abominación, pero puede ser perdonado con una simple confesión. Nosotros, no obstante, queremos adornar nuestra confesión con demostraciones prácticas de nuestro arrepentimiento que son innecesarias. Inmersos en el pecado, el mejor camino es acercarnos a él sin vueltas, arrepentidos y, a la vez, confiados en su inmenso amor.

Para pensar:

En su magnífico libro La Oración, Richard Foster describe la oración que es la base de todas las otras oraciones, la oración sencilla. «Cometemos errores,» nos dice «muchos de ellos. Pecamos, caemos, y esto con frecuencia -pero cada vez nos levantamos y comenzamos de vuelta. Y otra vez nuestra insolencia nos derrota. No importa. Confesamos y comenzamos otra vez… y otra vez… y otra vez. Es más; la oración sencilla muchas veces es llamada la “oración de los nuevos comienzos”».




" CONTRADICCIONES "

Entre tanto, cada uno decía a su compañero: «Venid y echemos suertes, para que sepamos quién es el culpable de que nos haya venido este mal». Echaron, pues, suertes, y la suerte cayó sobre Jonás. Entonces ellos le dijeron: Explícanos ahora por qué nos ha venido este mal. ¿Qué oficio tienes y de dónde vienes? ¿Cuál es tu tierra y de qué pueblo eres? Él les respondió: Soy hebreo y temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra. Jonás 1.7–9

Como vimos en el devocional de ayer, cuando Dios quiere hablarnos, lo puede hacer usando cualquier instrumento que él escoja. Aun en una cosa tan mundana como el echar suertes, el Señor puede dirigir todas las cosas para que salgan conforme a su perfecta voluntad. Los marineros, totalmente carentes de discernimiento, llegaron a la «conclusión» de que el mal que vivían era por culpa de Jonás y lo interrogaron acerca de su situación.
Quisiera detenerme un instante en la respuesta de Jonás: «Soy hebreo, y temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra». El diccionario bíblico define la palabra «temor» como una actitud de respeto, reverencia y adoración. El término se usa para describir una postura de sumisión a una figura que tiene mayor autoridad que la de uno mismo. Por esta razón, el temor normalmente va de la mano de la obediencia, porque cuando este ser superior habla, sus palabras tienen un peso que las ubica por encima de cualquier consideración personal.

Se pueden decir muchas cosas de Jonás. Hay una cosa, sin embargo, que podemos afirmar sin temor a equivocarnos: no era, ¡ni por casualidad!, un hombre que temía a Dios. En su declaración, no solamente dice que lo teme, sino que reconoce que él hizo el mar y la tierra.
¿Cómo puede un hombre, que afirma que Dios es el creador de todas las cosas, estar arriba de un barco intentando huir de la presencia del que hizo el mismo mar en el cual navega? ¡Es absurdo!
La declaración de Jonás revela la clásica contradicción que existe entre las palabras y los hechos de quienes creen solamente con la cabeza. El profeta, como buen israelita, tenía todos las respuestas correctas memorizadas. Quizás hasta se las compartía a sus vecinos o compañeros de trabajo y se las enseñaba a sus hijos. Proclamaba su compromiso con estas verdades, pero su vida mostraba que en su corazón había otros principios en juego.

Muchas veces nosotros también hemos transitado por este camino, afirmando el valor de las verdades eternas de Dios, pero viviendo conforme a nuestros principios personales. Esta incongruencia, en los más sensibles, siempre va acompañada de cierta vergüenza. Al igual que el apóstol Santiago, exclamamos: «Hermanos míos, esto no debe ser así» (3.10).

Para pensar:
¿Cuáles son las áreas de su experiencia espiritual donde nota que sus palabras no coinciden con sus actos? ¿Qué pasos puede tomar para acortar la distancia entre lo que dice y lo hace? Tome un momento y pídale al Señor que él trabaje en su vida para que lo que cree con la mente se instale también en su corazón.


" LA REPRENSION DEL NECIO "

Los marineros tuvieron miedo y cada uno clamaba a su dios. Luego echaron al mar los enseres que había en la nave, para descargarla de ellos. Mientras tanto, Jonás había bajado al interior de la nave y se había echado a dormir. Entonces el patrón de la nave se le acercó y le dijo: «¿Qué tienes, dormilón? Levántate y clama a tu Dios. Quizá tenga compasión de nosotros y no perezcamos». Jonás 1.5–6

¿Por qué dormía Jonás? Cuando yo era joven, fui llamado a cumplir con el servicio militar obligatorio en mi país. Fui sorteado, según el método de distribución que se usaba en ese tiempo, y salí destinado a la marina. Pasados unos meses dentro de ese cuerpo, salimos embarcados en un buque de guerra hacia unas bases navales lejanas. A los tres días de zarpar, sin embargo, se desató una feroz tormenta que nos golpeó sin cesar durante dos días y dos noches. Hasta los marineros veteranos estaban descompuestos por los violentos movimientos del barco. Al tercer día una alarma nos despertó a la madrugada. El barco estaba a punto de hundirse. No recuerdo haber visto en esta oportunidad a nadie durmiendo en esa situación. Al contrario, la desesperación y el miedo estaban dibujados en el rostro de la mayoría. Cada uno buscaba calmar su ansiedad a su manera. ¡Pero nadie dormía!
¿Por qué dormía Jonás? Pienso que el alivio de haber escapado de la misión que se le había encomendado era tan intenso que Jonás se podía dar el lujo de descansar un poco. ¿Cómo podía tenerle miedo a una tormenta cuando había escapado de la tarea de predicar el arrepentimiento a los asirios? ¡Esto ni se comparaba con aquello otro! Su insensatez había producido en él un falsa ilusión de seguridad.
Cuando hemos elegido el camino de la desobediencia, Dios echa mano de lo que necesita para reprendernos. Muchas veces ha usado a los paganos que están en tinieblas, como voceros del Altísimo. Hasta un asno puede ser su instrumento, como lo fue en el caso de Balaam (Nm 22.21–31). En este caso, el mismo capitán del barco vino a reprender a Jonás, exhortándolo a hacer lo que debería haber hecho desde un primer momento: clamar a Dios.

El hecho es que no podemos desobedecer a Dios en una cosa, sin que sean afectados otros aspectos de la vida. La desobediencia en un área acarrea consecuencias para toda la vida. Cuando Jonás le dio la espalda al Señor, comenzó a transitar por ese peligroso camino donde se intenta seguir a Dios «a nuestra manera». El pecado produce en nosotros un adormecimiento que nos lleva a perder toda sensibilidad espiritual. En el Salmo 32.9, el autor nos dice que la persona que no confiesa sus pecados es como «el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno». En un sentido figurado, cuando escogemos darle la espalda a Dios, él deberá sujetarnos con «cabestro y freno», porque el diálogo ya no funcionará en nuestro caso.

Para pensar:

«Un poco de pecado sumará dificultades a tu vida, restará fuerzas a tus energías y añadirá contratiempos a tu andar». Anónimo.


" HUIR DE SU PRESENCIA"

Pero Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová a Tarsis, y descendió a Jope, donde encontró una nave que partía para Tarsis; pagó su pasaje, y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Jehová. Pero Jehová hizo soplar un gran viento en el mar, y hubo en el mar una tempestad tan grande que se pensó que se partiría la nave. Jonás 1.3–4


¿Nunca se sintió tentado a huir de Dios? Claro, usted no se subiría a un barco, ni se tomaría un avión para alejarse de la presencia del Altísimo. Al igual que el salmista, usted y yo podemos exclamar: «¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Sal 139.7). Todos sabemos que es imposible huir de su presencia, porque él está en todos lados. 

Piense, sin embargo, en estas situaciones. Una persona no quiere ir a las reuniones de la congregación porque sabe que está en pecado y teme ser confrontado. Otra persona evita pasar por un lugar donde sabe que vive un hermano, porque tendrá que pedirle perdón por algo que ha hecho. Una tercera persona posterga ir a una encuentro de misiones porque sabe que habrá un llamado a un compromiso y teme las consecuencias de asumirlo. Aun otra persona más resiste las invitaciones a ser parte de un proceso de discipulado, porque sabe que de hacerlo tendrá que comenzar a rendir cuentas por su vida.

En cada uno de estos casos las personas están evitando una situación porque no desean hacer algo que saben que el Señor requerirá de ellos. No podrán seguir caminando con él si no obedecen. En definitiva cada una de ellas está «huyendo», a su manera, de la presencia de Dios.
El deseo de querer huir viene en esos momentos en los cuales se desata una fuerte lucha entre nuestros deseos y la voluntad declarada del Señor. Ni siquiera el Hijo de Dios fue librado de esta batalla. En Getsemaní, abrió su corazón al Padre y le dijo, con absoluta franqueza: «si existe alguna otra manera de hacer esto, por favor muéstramelo!» Necesitamos saber que este tipo de conflictos interiores son parte del precio que debemos pagar por seguirle a él. Es normal experimentarlos.


Lo que no es aceptable, es dejar que nuestra voluntad imponga sus deseos sobre el rumbo que hemos de tomar. No es aceptable, en primer lugar, porque alimenta la esencia de rebeldía que cada uno de nosotros heredamos de Adán. Pero en segundo lugar, no es lícito porque no es posible evadir la voluntad de Dios, al menos si nuestro compromiso con él es serio. Podemos postergar por un tiempo poner por obra lo que Dios nos está llamando a hacer. No dude por un instante, sin embargo, que si el Señor ha puesto su mano sobre nuestras vidas él nos irá a buscar no importa donde nos «escondamos». Jonás es el ejemplo perfecto de esta verdad.

Para pensar:

¿Cuántos dolores de cabeza le producen a usted esas situaciones donde se demora en hacer lo que Dios está pidiendo? ¿Cómo puede acortar el tiempo que pasa entre recibir instrucciones del Padre y hacer lo que él manda? ¿Cuáles son las áreas de su vida donde más lucha con hacer lo que Dios le manda?



viernes, 10 de abril de 2015

PERO .....

NPero Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová a Tarsis, y descendió a Jope, donde encontró una nave que partía para Tarsis; pagó su pasaje, y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Jehová. Jonás 1.3

Desde la comodidad de nuestro sillón favorito resulta fácil leer la respuesta de Jonás y ponerse en el papel de juez, condenando la falta de fe del profeta. Debemos, sin embargo, entender la naturaleza de la tarea a la cual había sido llamado. Los asirios no era vecinos pacíficos de los israelitas. Era una nación ferozmente guerrera que había conquistado a nación tras nación. Su extrema crueldad con los prisioneros era notoria en toda la región. De manera que cuando Dios le propone a Jonás ir a proclamar juicio contra este pueblo no le pareció, al joven profeta, una asignatura atractiva en lo más mínimo.
A pesar de esto, es inevitable sentir un poco de tristeza cuando vemos esa pequeña palabrita con la cual comienza el versículo de hoy: «pero». Nos choca, porque habla de un hombre que deliberadamente hizo lo opuesto de lo que se le había mandado. Es una palabra que encierra una actitud de rebeldía; nos hace pensar en discusiones y argumentos. Nos duele porque hace eco con la multitud de «peros» que han sido parte de nuestro propio peregrinaje espiritual.
¿Se puso a meditar en las veces que aparece esa palabra en historias del pueblo de Dios? El Señor le había mandado a Saúl no perdonar a Agag, rey de los amalecitas. «PERO, Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las ovejas» (1 S 15.9). Dios había mandado a los israelitas a que no se unieran en matrimonio con mujeres de otras naciones. «PERO el rey Salomón amó, además de la hija del faraón, a muchas mujeres extranjeras, de Moab, de Amón, de Edom, de Sidón, y heteas» (1 Re 11.1). El Señor había instruído a Israel que no oprimiera a la viuda, al huérfano, al extranjero, ni al pobre. «PERO no quisieron escuchar, sino que volvieron la espalda y se taparon los oídos para no oir»(Zac 7.11). Jesús mandó al leproso que no dijera nada a nadie. «PERO, al salir, comenzó a publicar y a divulgar mucho el hecho» (Mr 1.45). En cada uno de estos ejemplos, y muchos otros que podríamos mencionar, se hizo exactamente lo que Dios había dicho que no se hiciera.

En el devocional de ayer hablaba de cómo la Palabra de Dios incomoda, porque siempre nos desafía a cosas que no son fáciles. Necesitamos saber que cada vez que el Señor nos encomienda algo va a incomodarnos. Esto es una constante, y es precisamente esta incomodidad la que moviliza en nosotros la tendencia a interponer nuestros «peros», esa multitud de razones por las cuales nos parece que esta palabra puntual que Dios trae a nuestras vidas no es para nosotros.

Oración:

¿Se anima a hacer esta oración? «Señor, mis “peros” hablan de la semilla de rebeldía que hay en mi corazón. Es la manifestación de la carne, que se opone al espíritu. Quiero comprometerme a sujetar todo razonamiento altivo y toda desobediencia al señorío de Cristo. Que mis “peros” sean transformados en “sí, Señor, así lo haré!” Amén».


INCOMODADOS POR LA PALABRA


Jehová dirigió su palabra a Jonás hijo de Amitai y le dijo: «Levántate y vé a Nínive, aquella gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha subido hasta mí». Pero Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová a Tarsis, y descendió a Jope, donde encontró una nave que partía para Tarsis; pagó su pasaje, y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Jehová.
 Jonás 1.1–3


¿Cómo podemos saber si nuestro Dios nos está hablando? Esta pregunta es importante, pues la vida del creyente, que debe vivirse en obediencia a él, no será posible si no podemos discernir lo que él nos está diciendo. De modo que necesitamos alguna forma de evaluar si la palabra que recibimos es realmente Palabra de Dios, o no.
Nuestra capacidad de convencernos que lo que hemos escuchado es Palabra de Dios no tiene límites. No es esto, sin embargo, ninguna garantía de que esto haya acontecido. Cuando Saúl perseguía a David, y hacía ya tiempo que el Espíritu de Dios se había apartado de él, vinieron a decirle dónde se escondía el fugitivo pastor de Belén. El rey exclamó: «Benditos seáis vosotros de Jehová, que habéis tenido compasión de mí» (1 S 23.21). Nosotros sabemos, sin embargo, que esto no aconteció por la mano de Dios. Ni tampoco estaban en lo cierto los hombres de David cuando le animaron a matar a Saúl, diciendo «Jehová ha entregado en tus manos a tu enemigo». La verdad es que si deseamos algo con suficiente pasión, podemos fácilmente convencernos de que Dios mismo está detrás de nuestros proyectos y que es él quien nos habla con respecto a ellos.
Una de las características que vemos en las Escrituras, sin embargo, es que la Palabra incomodaba al que la recibía. Hasta le podía parecer escandalosa o ridícula. Piense en Moisés argumentando con Dios frente a la zarza. Piense en Sara que se reía de la propuesta de un embarazo en su vejez. Piense en Jeremías confundido por el llamado de Dios. Piense en Jonás, que huyó de la presencia de Dios. Piense en Zacarías frente al anuncio de un hijo. Piense en el joven rico, que se fue triste porque tenía mucho dinero. O piense en los que dejaron de seguir a Cristo, porque sus palabras eran muy duras. La lista es interminable. En todos hay una constante. Cuando Dios habló, las personas se sintieron incómodas, indignadas, desafiadas, escandalizadas… ¡pero nunca entusiasmadas! La razón es sencilla; estamos en el proceso de ser transformados, y su Palabra siempre va a chocar con los aspectos no redimidos de nuestra vida. Al escuchar lo que nos dice, la carne inmediatamente se levantará a protestar. 

Para pensar:
Si las únicas palabras que usted escucha hablar al Padre son siempre las Palabras que le hacen sentir bien o que le conceden lo que usted quiere, puede estar seguro que no es el Señor el que le está hablando. Cuando él habla, lo más probable es que a usted se le ocurran muchas razones para convencerse de que ¡no es Dios el que está hablando!